Hace ya un tiempo vengo escuchando en diversos ambientes una especie de sonido de fondo en el que veladamente, nunca directamente, se menosprecia el valor de un título universitario.
Curiosamente ese menosprecio viene, en la mayoría de los casos, desde la tribuna de aquellos que no disponen de ningún tipo de título.
Los que me conocen bien saben que no soy de los que defienden el valor de un papel en el que se dice que sabes hacer algo frente a la experiencia de haberlo hecho. Soy un ferviente defensor del empirismo laboral: el que sabe realmente cómo funcionan las cosas es aquel que ha tenido que lidiar con la realidad de las mismas y la problemática que las rodea y esto muchas veces no aparece escrito en los libros teóricos.
No busco por tanto entrar en el debate del enfrentamiento directo entre el nivel de estudios y la experiencia, aunque sí que diré que, como todo en esta vida, la perfección se alcanza con el equilibrio: un buen nivel de estudios y una buena experiencia.
Pero volviendo al tema que nos atañe hoy, cuando leo o escucho esos ataques encubiertos contra los títulos trato de contenerme, pero una carrera universitaria es harina de otro costal. Una carrera universtaria para empezar implica un elemento crítico que aquellos empeñados en devaluarla obvian (mal)intencionadamente: el increíble sacrificio que lleva obtenerla.
Sacar adelante un proyecto como una Ingeniería, una Licenciatura o una Diplomatura es algo que acarrea horas y horas de concienzudo trabajo y esfuerzo. Y no sólo eso. Además del esfuerzo se requieren una serie de habilidades fundamentales en la futura vida laboral: capacidad de síntesis, desarrollo de soluciones a problemas, planteamiento de alternativas, etc., sumado a conocimientos fundamentales de los que mucho de esos «críticos» carecen.
Todo esto lo proporciona una carrera universitaria. Y a partir de ahí, todo lo demás: la de Matemáticas, la de Física o la de Química, las herramientas para cambiar cómo comprendemos el mundo, las Ingenierías, la capacidad de reinventar la rueda, de hacer realidad los sueños de miles de bombillas esperando a encenders; las ciencias sociales, la economía, la psicología, el conocimiento acerca del comportamiento del ser humano y de aquello que le rodea para predecir y prever futuras situaciones y actuar ante ellas y, por supuesto, las ciencias naturales, la biología y la medicina, para entender de qué estamos hechos como especie, para arreglarnos e incluso mejorarnos.
Así que no, para triunfar en esta vida y ser un buen profesional, no hace falta tener un título universitario. Pero el poseedor del mismo no tiene un trozo de papel sin más. Tiene el resultado de años de sudor y duro esfuerzo y la prueba física de que tiene las capacidades y los conocimientos básicos para convertirse en un gran profesional de su sector.
La próxima vez que lea o escuche una de esas frases lapidarias haré como hace mi padre cuando menosprecian el valor de haber obtenido una plaza de funcionario tras una oposición, les diré a esos gurús del siglo XXI, vendedores de humo y genios del nadismo vestido de frases motivacionales de restaurante chino de barrio: cuando queráis, os sacáis una y me venís y me contáis qué tal.