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La diferencia entre perder el tiempo y disfrutar del tiempo libre

Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria.
Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.

Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.

Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.

No necesitamos aprovechar el tiempo

La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.

Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.

La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.

A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.

La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.

¿Qué significa aprovechar?

Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.

Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.

Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.

Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.

Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.

Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.

Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.

Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.

El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.

De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.

Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.

En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.

Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.

La ausencia de preocupación.

Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.

Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.

No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.

La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.

RE: Comenzar

En mi lista de propósitos anual he descubierto que hay dos grandes categorías de objetivos.

Por un lado están los propósitos temporales, las motivaciones que son flor de un día (o de un año), que nacen de circunstancias puntuales, modas, intereses que vienen y luego terminan yéndose. Estos propósitos duran lo que tarda en llegar el momento de volver a pensar en un nuevo año: ahí las circunstancias han cambiado, las modas pasajeras desaparecen, los intereses se redirigen o, sencillamente, dejan de interesar.

En el otro lado de la lista están los propósitos de siempre. Los que me han acompañado toda la vida y que, a pesar de representar en sí mismos la prueba de que «nunca llegaré a cumplirlos», siguen perpetuándose año tras año.

Entrecomillo lo de nunca llegaré a cumplirlos porque ahí está la clave. No se trata tanto de la cantidad de propósitos, ni siquiera de su dificultad aparente. Aquello que hay detrás de mi fracaso a la hora de cumplirlos es mi percepción de qué significa haberlo hecho, de cómo mido un objetivo cumplido.

En una mentalidad tan acostumbrada a un mundo binario como la mía, cuesta definir situaciones intermedias. Y en una realidad tan alejada de contextos polarizados, tan difícil de parametrizar entre el blanco y el negro, existen pocas cosas que puedan etiquetarse de esta forma.

Es en esa relación de complicado encaje donde mis propósitos anuales tratan de existir. Interviniendo en fechas señaladas, como ahora, para recordarme que no he dejado de querer las mismas cosas: saber más, llevar a cabo aquel proyecto que inicié hace dos años, dedicar más tiempo a lo que me apasiona (si alguna vez existió) y, en definitiva, acercarme algo a ese yo ideal que he tenido siempre en mi cabeza.

Este año volveré a hacer esa lista. Volveré a escribir todas esas cosas que me encantaría hacer y que no he sabido o no he podido terminar. Lo hago más por tradición que por su efectividad, que igual que las listas mágicas para cumplir objetivos o los 5 trucos que te harán más feliz, son una especie de Reyes Magos de la psicología. Existen solo de forma ilusoria en nuestra cabeza.

Lo que he aprendido tras todos estos años de propósitos fallidos es que, en su lento discurrir hacia el fracaso, han ido dejando en la cuneta muchos pequeños éxitos. Logros que pasan desapercibidos eclipsados por ese enorme menhir que son los objetivos estáticos, tan ambiguos, tan difíciles de categorizar. Y en cada uno de esos diminutos pasos hacia adelante, en definitiva, es donde me veo avanzando en el propósito más importante de mi vida: intentar cada año ser un poco más feliz.

El ‘gen’ del liderazgo.

Últimamente (y hablo de más de un año a esta parte) he estado ojeando bastantes documentos acerca de conceptos muy de moda dentro del mundo empresarial como el «coaching», el liderazgo o el ser emprendedor.

A eso hay que sumarle interminables debates con @bitelemental (web) sobre todo el tema de las start-ups y la dificultad de emprender en España y especialmente en Valencia.

Siempre he pensado que hay dos tipos de personas a nivel profesional: aquellas que son conformistas y las que no lo son. Ninguno de los dos tipos es mejor que el otro y ambos tienen sus ventajas y sus inconvenientes pero creo que a mi me ha tocado (por suerte o por desgracia) ser del segundo tipo.

Y todo esto viene a que creo ciegamente en la existencia de un ‘gen’ (y que me perdonen los genetistas) del liderazago. Algo que corre por tus venas, por tu propia esencia y que te empuja inexorablemente a querer crear, diseñar, desarrollar y en definitiva liderar proyectos que sumen, que solucionen, que amplíen perspectivas en este mundo. Pero es importante que a ese gen lo acompañen otros como los del esfuerzo, la motivación incansable y la paciencia infinita.

Ya hablaremos otro día de las circunstancias y los elementos que hay que añadir para que la mezcla funcione.

¿Y tú? ¿Tienes el ‘gen’?

La motivación extra

Motivación extra, el ingrediente secreto para el éxito.Hace unos días discutía con mi psicóloga favorita el concepto del «pensamiento mágico».

Según parece, los seres humanos tendemos a buscar explicaciones fantasiosas y propias de los libros de ciencia ficción para tratar de «encajar» en nuestra cabeza situaciones que aparentemente no tienen explicación.

Además, también representa una parte del pensamiento mágico, la sensación de protección y seguridad que este tipo de razonamientos nos proporcionan ante situaciones de dificultad en la vida.

Y creo que podemos aprender algo de este comportamiento. La seguridad y la sensación de control son indispensables para sacar de nosotros ese extra que se requiere para alcanzar esas metas que nos parecen imposibles.