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Cuarenta

Cuarenta sólo es un número, esa es la consigna de hoy.

Cuarenta sólo es una cifra vacía de significado, aunque tras ella se esconda toda una vida.

En este mismo instante, hace justo 5 años, hablaba sobre tomar perspectiva, de hacer análisis del tiempo pasado y de alejarme de encorsetar decisiones en fotografías ajenas.

Lo irónico de la vida, porque la vida es justo eso, pura ironía, es que cinco años después estoy más cerca que nunca de encajar en esa instantánea que me era tan extraña por aquel entonces.

Esos mensajes que enviaba a 1500 km de distancia hoy son conversaciones en la noche, entre susurros, que hablan de ilusión y de futuro, de ganas de lo que está por venir.

Así que esa vida que parece no dejar de girar y dar vueltas, termina ordenándose de un modo u otro.

Quizá esa sea la lección que me ha costado cuarenta años aprender: todo tiene su tiempo y su momento.

El tiempo, ese compañero infatigable de mis reflexiones, no es un contínuo. No traza en línea recta y perfectamente estructurada el devenir de lo que te sucede. Muy al contrario, es absolutamente impredecible.

Esa lucha contra la intertidumbre ha sido, es, y será, mi gran batalla perdida. Mi gran fracaso existencial. Porque aún ahora, con la certeza de que todo es incierto, me sorprendo intentando controlar lo incotrolable.

Hoy, eso sí, acepto mucho mejor que todo sigue una lógica incomprensible. Y siento cómo me alejo cada día un poco más de aquel adolescente con demasiada prisa por vivir.

Cómo me encantaría poder acercarme a él un día como hoy, hace 20 o 25 años y decirle que esté tranquilo, que como dice la que será una de sus poesías favoritas, todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar.

Calmarle esos miedos asegurándole que llegará el día en el que todo encaje, y las decisiones pasadas, tanto las buenas como las que en su día consideró malas, cobrarán sentido.

Decirle que disfrute de cada historia que viva, porque estas no regresan, y quedan solamente grabadas en la retina por un tiempo hasta que terminan diluyéndose en el injusto territorio del olvido.

Pero no puedo, claro. De eso se trata vivir, de descubrir las respuestas mientras las vives.

Lo que sí que puedo hacer es guardarme todos esos consejos que una vez quise darme, todas esas lecciones que esos tiempos convulsos me regalaron, para entregárselos a quien espera, en esa línea del tiempo imposible de predecir, empezar a escribir su propia historia.

Yo ideal

Envejecer proporciona, entre otras muchas cosas, cierta perspectiva ante el paso del tiempo.

Escuchaba el otro día decir a Claudio Serrano, conocido por doblar a actores del nivel de Christian Bale o Ben Afflect, que hay una edad, a eso de los treinta y tantos, que parece que lo sepamos todo, y no.

De repente te encuentras en lo que se supone el ecuador de una vida y descubres que muchas de las cosas que dabas por sentadas no lo son tanto. Y no es lo mismo notar que el suelo se tambalea con 20 que con 40.

Con 20 aprendes a bailar en medio del terremoto, tienes poco que perder, pero con 40 ya es otra cosa.

El psicólogo Carl Rogers dividió el yo en dos subconjuntos: el yo real y el yo ideal. En la distancia entre ambos residen muchos de esos fantasmas que emergen al llegar a la cuarentena.

El yo ideal, según Rogers, representa tus aspiraciones, tus expectativas, a dónde quieres llegar, quién te gustaría ser. Mientras que el yo real encarna la persona que realmente eres.

Pasamos toda la vida tratando de acortar la distancia entre ambos porque, cuanto más cerca estén el uno del otro, más felices se supone que seremos. Y esa separación se puede reducir fundamentalmente de dos formas: o trabajas tu yo real, o redefines tu yo ideal.

Estas dos maneras tienen su reflejo en las dos grandes corrientes pseudo-psicológicas que azotan nuestra generación: por un lado están los «coaches» que te exigen ser la mejor versión de ti mismo cada minuto de tu vida, obligándote a conformar un yo ideal absurdo y empujándote a aceptar sus dogmas como mecanismo para llegar algún día a lograrlo.

En contraposición, encontramos a los «gurús» de la meditación oriental que abogan por una aceptación absoluta de uno mismo sin cuestionamiento alguno. Todo vale, porque si lo sientes así ya lo validas, lo que en esencia elimina la poca capacidad de desobediencia que nos queda.

Es a eso de los 40 cuando, como dice Claudio Serrano, le das la vuelta a la pata del jamón y surge la necesidad de evaluar dónde estás. Porque la realidad te empuja a cambiar el reloj de modo y empiezas a sentir que los minutos descuentan.

Si la separación entre el yo real y el yo ideal es demasiado grande, aparecen los problemas, las dudas y los miedos.

Ante eso, unos se centran en esforzarse, a veces hasta la extenuación, en acercar su yo real lo máximo a su yo ideal: los vendedores de bicicletas o de material deportivo conocen bien este nicho. Otros asumen su realidad (que no es lo mismo que aceptar, por mucho que se empeñen) dejándose llevar por las falsas promesas de una felicidad espiritual fatua.

Existe una tercera opción en la que puedes, en un ejercicio de salud mental tan costoso como necesario, redibujar ese yo ideal que esbozaste con 20 años adaptándolo a esa nueva realidad con sus nuevos límites, sus nuevos desafíos, pero también con sus nuevas ilusiones. E iniciar el camino de tu yo real en esa dirección, sin prisas, sin exigencias, pero sin dejar de moverte.

No hay ningún secreto en el equilibrio, lo único que necesitas es sentir las olas.

Frank Herbert