No recuerdo cuál fue el primer libro que me leí.
De lo que tengo certeza es de que mi primer tebeo fue un Mortadelo y Filemón.
Hay escritores que nos impactan por su forma de escribir, otros por sus historias, los hay que marcan un momento particular de nuestras vidas y los recordamos siempre por ello.
El caso de Francisco Ibáñez es distinto a todos ellos: a él le pertenece, como a cientos de miles de adultos hoy, toda mi infancia y parte de mi adolescencia.
Suyas son, sin discusión, las tardes de domingo junto a mi padre: él leyendo la columna de Manuel Vicent, yo gozándome 13 Rue del Percebe.
Si a alguien debo agradecerle mi pasión por leer, mi amor por las historias y mi afición a los cómics, es sin duda a él.
Gabriel García Márquez decía que al escritor no lo mata nadie, ni siquiera la muerte, y hoy eso es más cierto que nunca. Hoy en su despedida de este mundo me ha hecho regresar a los lomos rojos de uno de sus innumerables tomos de Super Humor para volver a disfrutar de sus historias.
Su legado es tan grande que se me aventuran pocos a su altura, con una herencia cultural que trasciende y trascenderá generaciones. Con una visión de la vida a la que el paso del tiempo poco le importe y mucho menos le afecte.
Hoy cientos de miles de adultos que un día fuimos niños, nos despedimos de un pedacito de esa infancia que tanto nos cuesta recordar. Y en esa despedida el genio de Ibáñez nos regala, aunque sea en lo que dura una de sus desternillantes historietas, volver a sentirnos chavales de 10 años, con tiritas y mercromina en las rodillas y bocadillos con papel de alumnio, sentados en el borde de una acera una tarde cualquiera de verano.
No se marcha solo, eso sí. En su mochila se lleva el agradecimiento infinito de varias generaciones de personas que crecimos, que nos educamos con su arte y que hoy, como mejor homenaje posible a él y a nosotros mismos, volvemos a sus historietas una vez más.
Por todas las que nos quedan y que mantendrán vivo su recuerdo.
Que la tierra le sea leve, Don Francisco.