Este enero publiqué un post en el que me marcaba una serie de objetivos para el año 2023. A diferencia de otros años, no voy a dejar pasar esa publicación hasta que, 365 días después, la recupere para evaluar si el año ha ido bien o no.
En su lugar, mi intención es dividir el año en cuartos (o trimestres) y analizar dónde me encuentro para poder redirigir mis esfuerzos adecuadamente.
En este post, quiero compartir contigo mis reflexiones sobre los objetivos que me había propuesto para el primer cuarto (1Q) y los resultados que he obtenido hasta ahora.
Además, voy a planificar nuevas acciones para el segundo trimestre del año, con el fin de continuar avanzando hacia mis objetivos y mejorar mi calidad de vida.
Objetivos anteriores
Lo primero es recuperar de la publicación Propósitos para 2023 la lista de propósitos que me planteé para 2023:
Leer 15 libros (~1/mes)
Publicar 24 posts (2/mes)
Hay 4 series que quiero empezar
3 Certificaciones.
Deporte y vida sana.
Latín.
Proyectos.
Vida.
Una breve revisión de ellos me hace ver evidentes errores en la lista. Mientras que los objetivos 1, 2, 3 y 4 son medibles y específicos, el resto no son más que una propuesta genérica difícilmente evaluable.
¿Qué significa «Proyectos»? ¿Terminar 3 proyectos? ¿Iniciarlos?
Existe mucha literatura tras la formulación de objetivos. Quizá la más reconocida es la técnica SMART:
Así que, basándome en ella, voy a reformular mis objetivos del año:
Leer 15 libros (~1/mes)
Publicar 24 posts (2/mes)
Hay 4 series que quiero empezar y terminar
Quiero obtener 3 Certificaciones.
Hacer deporte 2 veces a la semana. / Bajar a 80kg.
Terminar el libro de Latín.
Completar el Proyecto Legendarium. Poner en marcha el Proyecto Alianza Digital.
Viajar a 3 destinos diferentes a lo largo del año.
Los objetivos, de esta forma, son específicos, pueden ser medidos, se trata de objetivos relativamente alcanzables y relevantes y están asociados a un margen temporal.
Evaluación de resultados
Veamos qué tal llevamos el progreso:
Leer 15 libros: 1Q 7/15. 46%
Publicar 24 posts: 1Q 5/24. 21%
Hay 4 series que quiero empezar. 1Q 1/4 . 25%
3 Certificaciones. 1Q 0/3. 0%
Hacer deporte 2 veces a la semana. / Bajar a 80kg. Al haber redefinido el objetivo, lo evaluaré en el 2Q.
Terminar el libro de Latín. No iniciado.
Completar el Proyecto Legendarium. Poner en marcha el Proyecto Alianza Digital. 1Q Legendarium 20%.
Viajar a 3 destinos diferentes a lo largo del año. 1Q 0/3. 0%
En líneas generales, no voy mal. Cuatro de los ocho objetivos llevan buen ritmo, a pesar de que otros 3 no los he iniciado.
Teniendo en cuenta de que estamos todavía en el primer trimestre del año, puedo permitirme este margen de maniobra. El 2Q es el momento ideal para pegarle un buen empujón a aquellos objetivos que todavía no se han movido o que han avanzado mínimamente durante estos últimos 3 meses.
Planficación para 2Q
Partiendo de la reformulación de los objetivos de 2023, voy a repartir los pesos, en términos de prioridad, para cada uno de ellos, suponiendo que el total de los pesos es 100:
Objetivo
Peso
Leer 15 libros
5
Publicar 24 posts
10
Serie Mítica
10
Certificación
20
Deporte 2 veces por semana
10
Latin
15
Proyecto Legendarium
15
Viajar a 1 destino
15
Total
100
Reparto de pesos por objetivos de 2023
De esta forma sé que, a partir de ya, debo enfocarme tanto en los últimos 3 objetivos como, sobre todo, en el de obtener alguna certificación interesante.
El proceso de revisión es clave porque permite evaluar a tiempo el rumbo de los acontecimientos y poder modificar aquello que sea necesario con tal de asegurar llegar al destino deseado.
Conclusión
Una de las grandes carencias con las que me he enfrentado a lo largo de mi vida en el terreno de la planificación personal ha sido una mezcla de lo que que contiene esta publicación.
Por un lado, objetivos poco realistas, poco medibles y, por tanto, prácticamente irrealizables.
Por otro, una falta de revisión que permitía que mis avances, bien se estancaran, bien no siguieran un rumbo satisfactorio.
Veremos qué nos depara este segundo trimestre. Volveré a somarme aquí en unos meses y os contaré.
Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria. Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.
Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.
Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.
No necesitamos aprovechar el tiempo
La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.
Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.
La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.
A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.
La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.
¿Qué significa aprovechar?
Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.
Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.
Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.
Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.
Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.
Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.
Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.
Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.
El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.
De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.
Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.
En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.
Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.
La ausencia de preocupación.
Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.
Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.
No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.
La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
De un tiempo a esta parte estoy intentando, que no significa que esté logrando siempre, aplicar una especie de principio: hacer las cosas despacio.
En un mundo en el que nos movemos frenéticamente con la multitarea como abanderada (por error) de la productividad personal, he descubierto en el placer de hacer las cosas con calma, con la medida paciencia que nos permita saborear el momento y disfrutar ya no sólo de los resultados sino del camino que lleva a ellos, una nueva forma de vida.
Imagina por un momento aquello que estás haciendo: estudiando, trabajando, incluso viendo la tele. Analiza (y se honesto) cuánta atención estás poniendo en la tarea que realizas, cuánto cuidado y dedicación le estás dando, y cuántas tareas más estás haciendo “simultáneamente”.
Y pongo esa palabra entre comillas porque tienes que asumir algo: no podemos mantener el foco en dos cosas a la vez. No digo los hombres, que os veo venir guapas, digo en general, el ser humano.
Nuestro cerebro puede hacer simultáneamente muchísimas cosas: respira, el corazón bombea, el estómago digiere, los sentidos envían la información exterior a nuestro cerebro, el cerebro procesa todo esto… Pero conscientemente sólo podemos poner atención a una.
El falso concepto de la multitarea
Así que cuando alguien te dice que le encanta la multitarea y que se siente super productivo cada vez que se sumerge en hacer 4 o 5 cosas a la vez, habrías de ser buena persona y enseñarle dos importantes lecciones: no hace ninguna de esas cosas a la vez y es altamente probable que el resultado de ellas sea mucho peor (en términos de eficiencia) que si las hiciera por separado, cuidadosamente y con mimo.
El cerebro requiere de un tiempo para enfocarse, como si de una lente de una cámara fotográfica se tratase. Cada vez que conmutamos de tarea obligamos al cerebro a realizar este enfoque con el consumo de tiempo y de recursos que esto conlleva.
Haz una cosa, hazla despacio, disfrútala.
Muchas veces me he visto en medio de la vorágine de la multitarea y en algunos casos he intentado encontrar el motivo. Además de la ya conocida percepción de que estamos haciendo más que si nos dedicásemos a una sola tarea, hay otro elemento importante: no disfrutamos de la tarea y por eso conmutamos constantemente, buscando en el resto de las tareas una forma de liberación del estrés que genera la tarea desagradable.
Tal vez la perspectiva con la que afrontamos las actividades sea la que no es correcta y un pequeño cambio en la óptica a la hora de ponernos manos a la obra pueda suponer un cambio sustancial.
Así que en esas ando: cada tarea que tengo que realizar comienza con un proceso de eliminación de cualquier tipo de distractor, una evaluación de aquellas cosas que me gustan de la tarea y de por qué voy a disfrutar haciéndola y, durante el tiempo que la estoy realizando, un estado de sensación de inmersión total en ella: somos la tarea y yo y el resto del mundo ha dejado de existir.
Ya digo que no siempre funciona, pero puedes probar con cosas tan simples como comer. Yo como a una velocidad que pone en entredicho la Teoría de la Relatividad de Einstein, pero estoy empezando a intentar saborear cada bocado, de verdad, intentando descubrir sabores, texturas…
En definitiva se trata sencillamente de sentir el momento presente como el que de verdad importa, aprender a disfrutarlo sin pensar en nada más y dejar el futuro para cuando llegue.
Una de las herramientas fundamentales a la hora de multiplicar nuestra productividad personal es nuestra fuerza de voluntad.
El problema es que ésta, como herramienta, quizá no esté preparada y con una puesta a punto capaz de responder ante las necesidades que se le presenten.
Por eso, como una forma de engrasar y afilar esta herramienta, debemos complementarla y ayudarla con pequeños pasos previos que pueden suponer un gran cambio al final.
Distractores ¿Qué son?
Por distractor entendemos aquel elemento que nos fuerza a cambiar de foco y, por tanto, a perder la concentración de lo que estamos haciendo.
Existen dos tipos de distractores:
Los distractores internos: son aquellos que tienen que ver con nuestro propio estado mental y nuestra capacidad de concentrarnos. Un problema familiar, de pareja, laboral, etc. que contínuamente está pasando por nuestra cabeza es un ejemplo claro de distractor interno.
Los distractores externos: relacionados con los elementos a nuestro alrededor que pueden desconcentranos.
¿Cómo evitarlos?
Hoy nos vamos a fijar en los externos porque son, en mayor medida, los que podemos más fácilmente erradicar de nuestro entorno.
Cuando nos decidimos a comenzar una tarea el paso previo que debemos realizar para estar en condiciones de alcanzar un buen grado de concentración en ella es eliminar de nuestro alrededor todos y cada uno de los elementos que consideramos posibles distractores externos.
Os pongo una lista ejemplo:
Teléfono móvil: apagarlo o, al menos, colocarlo en silencio para que ninguna de sus notificaciones nos afecte durante el tiempo que estamos trabando.
Televisión y otros dispositivos: En la actualidad disponemos de un sinfín de aparatos que pueden terminar por distraernos. Apagados.
El ordenador: Asumo que muchos de los que leéis esto tenéis que trabajar por fuerza con un ordenador y, por tanto, queda descartado apagarlo, pero…:
Deshabilita cualquier tipo de notificación.
Cierra todos los programas de mensajería instantánea (incluso los que vienen integrados en las aplicaciones web).
Evita entrar en ninguna red social salvo que sea imprescindible y en tal caso céntrate en la tarea que vas a realizar.
Si trabajas con música, prepárate de antemano una playlist que supere con creces el tiempo que tienes pensado dedicarle al trabajo.
Al final todo esto reduce a que elimines de tu alrededor todo aquello que consideres que en un determinado momento puede hacerte cambiar de contexto y, por lo tanto, perder el hilo de lo que estabas haciendo.
Son sólo ejemplos y eres tú el que debes adecuarlo a tus necesidades.
En mi caso estoy empezando a ocultar la barra de inicio para no centrarme en el reloj y no preocuparme más que de aquello que estoy haciendo.
En el día a día muchas veces solemos quejarnos de que no disponemos del tiempo suficiente para completar todo aquello que nos habíamos propuesto y, en muchas ocasiones, un problema bastante simple subyace a esta situación: la no existencia de un plan de trabajo definido.
Cuando iniciamos la jornada tenemos en la cabeza o anotadas en alguna agenda, papel, post-it o similar, un conglomerado de ideas/tareas que debemos llevar a cabo. Pero toda esa información está sin clasificar y, lo que es todavía peor, sin definir.
Conceptos tan vagos como «estudiar matemáticas» o «escribir en el blog» no sirven prácticamente para nada.
Define tus tareas.
A la hora de preparar el plan de trabajo es fundamental que definas de forma muy concreta qué tareas son las que tienes que llevar a cabo. Así, de «estudiar matemáticas» podríamos pasar a «revisar Tema 1 de matemáticas y pasar a limpio apuntes Tema 2» o en lugar de «escribir en el blog», «artículo sobre situación política actual en blog».
Son pequeños detalles que a priori parecen innecesarios pero que durante la jornada van a sernos tremendamente útiles.
El tiempo que perdemos cada vez que tenemos que definir claramente cuál es el siguiente paso en una tarea termina por difuminarnos y restarnos motivación y capacidad de esfuerzo.
Redacta un plan realista.
Con las tareas concretas ya en la mano ahora toca redactar una lista de actividades/objetivos para nuestro día de trabajo.
Los seres humanos, en general, tenemos la tendencia a acabar cayendo en el «complejo del Héroe»: nos creemos capaces de doblar, triplicar y hasta cuadriplicar el tiempo haciendo 200 tareas en media hora. Esto, además de ser irreal, conlleva una problemática mucho más grave: nos desmotiva terriblemente.
Truco: Determina el tiempo estimado (TE) que consideras que te va a llevar hacer una tarea. Dóblalo (2xTE). Añádele un 25% (1.25x2TE) y obtén una aproximación más realista del tiempo que vas a necesitar.
Con el tiempo irás afinando más en la estimación realista del tiempo que necesitas para cada tarea pero siempre recuerda algo: es preferible planificar menos tareas y acabar las jornadas con todas ellas terminadas que ir acumulando día tras día tareas sin terminar.
A trabajar.
Una vez tengas el plan definido no te queda otra cosa que ponerte. Ya no hay que pensar en qué toca hacer. Elimina los distractores externos y ponte manos a la obra.
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