Este año, como muchos otros españoles, decidí que tenía cosas mejor que hacer que ver el Festival de Eurovisión.
Y lo decidí por varias razones. La primera porque es un concurso que carece de interés, de tensión y de sorpresa: los votos en la mayoría de los casos están demasiado claros de antemano. La segunda, porque nos representaba alguien cuya forma de ser no termina de gustarme. Y por último porque prefería irme de fiesta a quedarme en casa viendo unos imitadores de los 40principales cantando por «su» país.
Lo curioso de este año es que después del espectáculo que dimos el pasado con Rodolfo Chikilicuatre y que puso a la mayoría de eurofans, con Uribarri a la cabeza, al borde del colapso mental, cumplíamos con todas las llamadas «premisas» por las que tanto clamaba esta gente:
– Una cantante popera a más no poder y, de paso, ex-triunfita. Que estuviera de buen ver y que enseñara carne.
– Una canción tan enlatada y prefabricada que a veces me pregunto si no saldrá de algún software que las autogenere.
– Una coregrafía (con un clon de Guti entre los bailarines) pomposa, grandilocuente y encima, para más azucar a este pastel, con una especie de truco de magia en mitad de la actuación.
¿Qué sucedió entonces?
Lo que muchos nos temíamos: Soraya terminó vigésimo cuarta y penúltima del concurso (gracias Andorra y Portugal).
Las conclusiones son claras: primero, nos la sopla el concurso, segundo, de concurso tiene lo mismo que los «Llama y Gana» de LaSexta, tercero, Soraya se puso a la altura de lo que es al responsabilizar exclusivamente a TVE de su fracaso y, sobretodo, los eurofans que el año pasado echaron espuma por la boca han tenido que tragarse con pan, patatas, algo de ajoaceite y un poquito de sal cada una de sus palabras.
El Chiki-Chiki cumplió.
Soraya aburrió.
Perrea, perrea.
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