De lo que tengo certeza es de que mi primer tebeo fue un Mortadelo y Filemón.
Hay escritores que nos impactan por su forma de escribir, otros por sus historias, los hay que marcan un momento particular de nuestras vidas y los recordamos siempre por ello.
El caso de Francisco Ibáñez es distinto a todos ellos: a él le pertenece, como a cientos de miles de adultos hoy, toda mi infancia y parte de mi adolescencia.
Suyas son, sin discusión, las tardes de domingo junto a mi padre: él leyendo la columna de Manuel Vicent, yo gozándome 13 Rue del Percebe.
Si a alguien debo agradecerle mi pasión por leer, mi amor por las historias y mi afición a los cómics, es sin duda a él.
Gabriel García Márquez decía que al escritor no lo mata nadie, ni siquiera la muerte, y hoy eso es más cierto que nunca. Hoy en su despedida de este mundo me ha hecho regresar a los lomos rojos de uno de sus innumerables tomos de Super Humor para volver a disfrutar de sus historias.
Su legado es tan grande que se me aventuran pocos a su altura, con una herencia cultural que trasciende y trascenderá generaciones. Con una visión de la vida a la que el paso del tiempo poco le importe y mucho menos le afecte.
Hoy cientos de miles de adultos que un día fuimos niños, nos despedimos de un pedacito de esa infancia que tanto nos cuesta recordar. Y en esa despedida el genio de Ibáñez nos regala, aunque sea en lo que dura una de sus desternillantes historietas, volver a sentirnos chavales de 10 años, con tiritas y mercromina en las rodillas y bocadillos con papel de alumnio, sentados en el borde de una acera una tarde cualquiera de verano.
No se marcha solo, eso sí. En su mochila se lleva el agradecimiento infinito de varias generaciones de personas que crecimos, que nos educamos con su arte y que hoy, como mejor homenaje posible a él y a nosotros mismos, volvemos a sus historietas una vez más.
Por todas las que nos quedan y que mantendrán vivo su recuerdo.
De un tiempo a esta parte me he dado cuenta de una característica común en todos mis proyectos. Sea cual sea el tipo de proyecto, todos comparten una visión enormemente enfocada al logro.
Tanto es así que muchas de las actividades relacionadas con el proyecto, tanto antes como durante, llevan asociado cierto nivel de ansiedad.
Ya escribí acerca de la trampa de la inmediatez, de cuáles eran sus características, su orígen y sus síntomas en nuestra sociedad.
En línea con esa visión de una realidad cortoplacista está la estrategia orientada al objetivo.
Estrategias orientada al objetivo
Si revisamos la bibliografía asociada a la psicología mas contemporánea que trata estos temas y, sobre todo, si echamos un vistazo a todos estos libros de gestión de proyectos y autoayuda, tienen en común una idea troncal: el foco, la consecución de objetivos, la eliminación de distracciones que nos alejan del resultado.
Y, por el camino, cientos de métodos para cuantificar hasta el más pequeño de los pasos, decenas de sistemas que parametrizan una vida para terminar convirtiéndola en un proceso con variables de entrada y de salida.
Quizá el mayor de los problemas de esta estrategia es concebir al ser humano como una especie de máquina, de computadora.
Alerta espoiler: no lo somos. Ni lo seremos jamás. Y aceptarlo va diametralmente en contra de toda esta corriente de pensamiento asociada a la disciplina como bandera del éxito.
1. Una mirada enfocada en el final.
El proceso queda relegado a un segundo plano cuando el actor principal es el resultado. Todo es, por tanto, una carrera contrarreloj con tal de llegar a la meta.
Es contrarreloj porque, para nuestra desgracia, nuestro tiempo es limitado.
Quizá una correcta planificación y una mirada realista de lo que uno es capaz de hacer podrían aliviar este primer problema, pero vivimos rodeados de un contexto que nos invita a pensar justo lo contrario.
Hoy se ponen en valor la precocidad y la rapidez. Nadie valora a la persona de 60 años que vive una vida plena, sino al adolescente de 16 que termina su segunda carrera. El resultado, cuyo valor puede ser hasta incluso discutible, domina la esencia de nuestro trabajo.
Esta mirada enfocada al objetivo tiene, a su vez, la caracterítica de ser extremadamente estrecha. Las corrientes pseudopsicológicas asociadas a la eficiencia abogan por cuantificar los proyectos (sean de la índole que sean), reducir las distracción enfocándose agresivamente en el objetivo y reducir el proceso a un mero medio para alcanzar un fin.
2. Ausencia de refuerzo durante el proceso.
Precisamente esa forma de entender el proceso nos lleva a la carencia de refuerzos durante el mismo. A mí me sucede constantemente en cualquiera de los proyectos en los que me embarco.
Muchos de esos proyectos son, como mínimo, a medio plazo. Eso implica que durante el proceso pueden no haber elementos relevantes que marquen una idea de progreso.
Puedo, claro está, intentar autoconvencerme marcándome metas a corto plazo. Puedo definir objetivos mucho más cortos, y toda esa historia tantas veces repetida.
No funciona.
Y no funciona porque no somos tontos y nuestro cerebro sabe perfectamente que nos estamos intentando hacer trampas jugando al solitario. Queremos el premio final, aun sin tener muy claro cuál es, y no nos conformamos con las migajas.
Lo gracioso del asunto es que, hasta para esto, la sociedad individualista ha encontrado un filón con el que seguir vendiéndonos su producto.
Primero te aleccionan para que tu mirada esté puesta casi exclusivamente en la meta. Luego te exigen que trabajes la disciplina, entendiéndola como una férrea dictadora que nos obliga a dejar de escuchar nuestras emociones, lo que nuestro cuerpo nos dice, obviando nuestras circunstancias y nuestro contexto. Y por último, cuando todo el sistema fracasa, te dicen que la culpa es tuya por no haberlo intentado lo suficiente.
Estrategia orientada al proceso
Existe una alternativa que quiero evaluar para abordar mis proyectos, mis aficiones o mi trabajo (en la medida que eso sea posible).
Quizá suena contraintuitivo, pero puede ser un buen punto de partida alejarnos de esa visión estrecha y desenfocarla un poco.
Que el objetivo deje de ser la meta y se centre en el proceso.
Antonio Machadodecía eso de «caminante no hay camino, se hace camino al andar» y es una frase que me ha acompañado desde el momento que la escuché por primera vez.
Es simple, pero no por ello sencilla: toda la vida se reduce a transitar. Si vivimos en constante mirada hacia adelante, si nuestro foco está en aquello que está por venir, lo que en realidad estamos haciendo es desperdiciar nuestro tiempo aquí.
Igual es una auténtica estupidez propia de alguna de las innumerables crisis por las que seguramente pasaré a lo largo de mi vida.
O igual me sirve para dejar de preocuparme tanto por el resultado, por terminar, por hacer, por rellenar una lista intrascendente de cosas que a nadie le importan.
Y aprender, de una vez por todas, a disfrutar del camino.
«El poder no corrompe a las personas; simplemente revela quiénes son realmente.»
James Clear
La cita con la que inicio este post es un estupendo punto de partida para hablar de Succession. La serie de HBO, aclamada por público y crítica, emitió su úlimo episodio el pasado lunes.
Muchos se han apresurado a encumbrarla al olimpo de las series históricas, reincidiendo ese error humano de pretender arrebatarle al tiempo la potestad de decidir quien le sobrevive.
Es, de eso no tengo dudas, una de las grandes series de los últimos tiempos. Y creo que lo ha logrado explotando su mayor virtud: la capacidad de mostrarnos en pantalla la miseria humana que acompaña al sistema de valores en el que vivimos.
El poder, el dinero, la fama, todos ellos caras de una misma moneda que revela nuestras más evidentes carencias, nuestros más oscuros defectos.
Una historia de nuestra generación
Succession es un epopeya en 4 actos que pretende querer hablar de grandes herencias, de corporaciones globales y acuerdos multimillonarios, pero que esconde la tragedia más humana de todas: una familia rota por la ambición desmedida.
Logan Roy es el ejemplo de hombre hecho a sí mismo de manual: construye, de forma implacable, un imperio millonario; decide presidentes, se codea con las élites económicas. Es el éxito personificado.
No hay objetivo que se le resista.
No hay compañía que no pueda comprar.
No hay lujo que no se pueda permitir.
Y justo en ese descomunal éxito a ojos de nuestro sistema, reside su mayor fracaso. En el ocaso de sus días comienza a ver resquebrejarse el mundo: su imperio tiene pies de barro.
Pese a todo, se resiste a aceptar una verdad inevitable, su vida es el resultado de haber sacrificado lo humano por alcanzar ese «sueño» de dominarlo todo y termina el viaje luchando por lo único que quiso más que a sí mismo: el dinero y el poder.
Kendall Roy, el primogénito, el heredero. Quizá lo que mejor defina todo su personaje sean los últimos 15 minutos del último episodio cuando le suplica a su hermana que le deje ser lo único que sabe ser: un sucedáneo de su padre.
Shiv Roy, la mujer. Tan competente y ambiciosa como su padre, pero cometió el error de nacer con el sexo incorrecto. La visión patriarcal de la sociedad y, en especial de su propio padre, le impedirá ser quien podría haber sido y la forzará a buscar la aprobación de forma enfermiza. Su última escena roza la perfección.
Roman Roy, el juguete roto. Para mí el mejor personaje (por papel y por el nivel de Kieran Culkin a lo largo de toda la serie). El más humano de todos y, por ello, el más destrozado por las luchas de poder de su familia. No deja de intentar que alguien le quiera, que alguien le muestre un mínimo de ese cariño que los dólares no son capaces de transmitir. Y, a pesar de que fracasa en su intento, es sobre el que más esperanza hay de que algún día pueda ser feliz.
Evolución y narrativa
Succession es una joya narrativa que hace que el espectador disfrute de una evolución constante de todos sus personajes. Capaz de hacerte amarlos y minutos después despreciarlos, es un fiel reflejo de la cruda realidad de nuestras vidas en las que nada es blanco o negro.
No sólo es un excelente producto de entretenimiento, sino que nos obliga a reflexionar acerca de nuestra propia forma de entender el mundo, sus relaciones y el peso de nuestros valores. ¿De verdad importan tanto el poder, la fama o el dinero?
Al menú lo aderezan personajes que suman su granito de arena a esa estupenda parodia circense. Tom o Greg son ese incompetente capaz de nadar en el furioso océano del poder y sobrevivir a todas sus tormentas. Son parásitos del capitalismo que, a cambio de vender su poca dignidad, se les permite comer las sobras de los altos señores.
La idea detrás de todo y de todos
Pero tras sus últimos segundos el poso de toda la historia, de sus personajes, de su mensaje, empieza a germinar dentro de ti.
Un mensaje claro y meridiano: en la sociedad regida por el dinero, la aristocrática sucesión patrimonial de padres a hijos dejó de tener sentido hace mucho tiempo. Y es el valor fundamental del dinero el que actúa como erupción volcánica para las relaciones personales.
Son quienes más tienen y, sobre todo, quienes menos lucharon por tenerlo, los que dudan menos en sacrificar sus pocos valores morales.
Un divertido espectáculo que da para reflexionar
En su conjunto, Succession es una obra completa, de principio a a fin, con una factura tan cuidada y detallada que te deja huérfano al terminar.
Transita en esa delgada línea entre la pariodia y la reflexión crítica, y nos pone a todos frente al espejo: nos empuja a cuestionarnos nuestros verdaderos valores, nuestros verdaderos objetivos vitales.
Guardianes de la Galaxia es, probablemente, una de las sagas más interesantes de todo el universo Marvel.
Su primera entrega trajo una forma diferente de abordar las películas de superhéroes y abrió el MCU1 a muchos espectadores.
Una de las claves de su éxito fue la ausencia de peajes en su historia, lo que le permitió explorar mucho más que títulos más importantes en la franquicia.
Su tono gamberro y desenfadado funcionó y mostró una forma de abordar sus aventuras con un equilibrio entre humor, épica y acción.
Es en ese éxito inesperado donde aparece Guardianes de la Galaxia vol.2, en la que, en un intento de integrarla en el arco argumental, obliga a la historia a caminar por las rígidas guías del canon del universo de Marvel. Y es en esas guías donde fracasa estrepitosamente.
Poco es salvable de esa segunda película, que aboga por cumplir todos los errores de los que carecía su predecesora. Y, lo que es más importante, prueba que las fórmulas del éxito moderno no son matemáticas.
Buena muestra es que Thor: Ragnarok, se alza con un éxito inusitado replicando la idea de Guardianes de la Galaxia Vol.1 y haciéndolo con un personaje nuclear del MCU.
Como se dice, el veneno está en la dosis y Marvel iba a inyectarse su propia sentencia de muerte.
El desolador Multiverso.
La saga del Infinito termina con dos de las mejores películas del universo Marvel: Infinity War y Endgame. Y con ellas, algunos de los personajes más carismáticos ceden su lugar a nueva hornada de héroes.
Marvel consideró entonces que esta especie de nueva generación podría repetir el éxito de Guardianes de la Galaxia vol.1.
Se equivocó.
Tal vez tocase fondo con Thor: Love and Thunder, pero entregas como Eternals o Doctor Strange, el Multiverso de la Locura, fueron también pruebas fallidas.
Y, lo que es peor, no se percibía signo de mejora.
Marvel se reconcilia con el espectador
Y llegamos a lo que se considera el inicio de la Fase 5, Ant-Man y la Avispa: Quantumania. Un pequeño rayo de esperanza. Una película lejos del nivel de las primeras, pero que recuperaba cierta entereza. Había esperanza.
Pero bien podía ser flor de un día, o quizá las bajas expectativas ante un personaje tan menor como Ant-Man podían sesgar el juicio de la película.
Guardianes de la Galaxia, vol.3 era el todo o nada de Marvel: última película de los Guardianes, última película de James Gunn, que se marcha a trabajar para DC, última bala del MCU.
Y entonces aparece esta pequeña obra maestra.
Gunn vuelve a olvidarse del corsé y cae en la cuenta de que no le debe nada a nadie, sacándose de la chistera una historia que te recuerda por qué disfrutas tanto de una buena película
Guardianes de la galaxia, vol.3 lo tiene todo: unos personajes carismáticos, una trama simple pero tremendamente efectiva, una construcción que nace desde lo visceral y que maneja a su antojo las emociones del espectador y una banda sonora que no suma, multiplica.
Este es el cierre que la saga se merecía, el camino que debe seguir el resto del MCU en esta nueva fase para reencontrarse con el espectador. Aunque vivamos en la época de la producción en cadena, las películas siguen necesitando tener alma.
James Gunn encuentra de nuevo la fórmula, arregla los números y el resultado es tener en 2023 una verdadera película de aventuras espaciales que te hace reír, te hace llorar, te hace gritar y te hace sentir.
Yo cuando voy al cine, poco más puedo pedir.
Nota: 8/10
I Universo Cinematográfico de Marvel (MCU por sus siglas en inglés)
En el mundo actual, en el que estamos más conectados que nunca, asistimos a una propagación de comportamientos «universales» cada vez mayor.
A popularizar estas tendencias, como es obvio, ha ayudado disponer de múltiples canales desde donde somos bombardeados insistentemente con patrones de comportamiento a imitar.
La mayoría de estos patrones pueden parecer a simple vista inocuos, infantiles y sin excesivo impacto en nuestra vida, pero muchos de ellos impregnan nuestra conducta con mecanismos asociados a un determinado rol y una determinada forma de pensar.
La cultura de la hipérbole
Quizá uno de los más importantes que he podido percibir: tanto por su rápida progresión como por el evidente impacto en la gran mayoría de nosotros, es lo que he llamado la cultura de la hipérbole.
Nuestra naturaleza nos empuja a observar todo desde un prisma egocéntrico: entendemos nuestro entorno desde nuestra perspectiva. Eso nos convierte en actores principales de nuestro relato y ahí es donde se cuela esta nueva forma de entender ese relato: la necesidad de convertirlo en antológico.
Hoy más que nunca somos personajes públicos: tengamos 2 o 2 millones de seguidores en redes sociales, la inmensa mayoría proyectamos nuestras vidas (la parte que nos interesa) hacía el resto de nuestra red social. En esa construcción de una historia protagonizada por nosotros mismos no caben medias tintas, ya no se conciben historias mediocres porque esas historias hace ya mucho tiempo que dejaron de vender.
En la sociedad hiperbólica el «me gusta» es la moneda corriente y no se consigue trabajando más, sino impactando mejor.
Si todo es histórico, nada es histórico
En ese afán por alcanzar siempre una cima más alta que la anterior se termina llegando a la paradoja de normalizar lo extraordinario: lo alternativo es lo mainstream.
Si todos vivimos momentos históricos, si cada día se alcanza un hito para el recuerdo, en realidad nada lo es ya.
Es una carrera ciega a ninguna parte y llegará el momento en el que no podamos seguir corriendo.
Además, toda historia exige su parte de fracaso, su realidad dura, para poner en valor el éxito si se consigue, y en esto a cultura de la hipérbole ha jugado sus cartas manipulando también ese elemento. Todos los que hoy alcanzan el techo legendario de sus vidas, lo han hecho tras esfuerzos excepcionales.
El relato exige su cuota de sacrificio y la hipérbole no se da solo al alcanzar la cima, sino al valorar también el ascenso a la misma.
El castillo es de cartón piedra
Las consecuencias de construir un relato vital basado exclusivamente en exageraciones las vamos viendo cada día más, tanto en nuestra generación como en las siguientes.
Silenciosamente hemos ido desensibilizando a nuestras mentes ante el impacto de lo diferencial y llegado el momento, nada nos resulta atractivo, nada nos parece diferente.
Si el ser humano se caracteriza por algo es por su curiosidad. La curiosidad es la fuente de la mayoría de nuestros logros, tanto como sociedad, como individualmente. Si eliminamos la curiosidad, o más bien la exprimimos hasta agotarla, perdemos gran parte de nuestro interés vital y eso nos terminará pasando factura tarde o temprano.
En parte es como si estuviéramos sustityendo la curiosidad por la necesidad de ser: ahora resultan menos interesantes las historias de los demás, porque por encima de ellas está la nuestra, que es más importante, más increíble.
En definitiva, seguimos en esa caída libre que nos aleja de la empatía y nos sume en el desierto del individualismo: más conectados que nunca, más solos que nunca.
Las historias también pueden ser normales
Como todo movimiento cultural y social, llegará el momento del retorno. La sociedad y el individuo caminarán en la dirección contraria y veremos cómo muchos se apresuran a subirse al barco de la normalidad.
La hipérbole dejará paso a lo cotidiano y se nos venderá, porque de eso trata todo, que las mejores vidas son las normales porque encierran la esencia del ser humano corriente.
Hoy no somos distintos a hace 2000 años, simplemente nos damos la chapa más a menudo y entre más personas.
Regresaremos, quiero creer, a una visión más colectiva de la sociedad. En algún momento el individualismo dejará de ser atractivo y los beneficios de trabajar verdaderamente en sociedad sobresaldrán al afán de protagonismo.
Mientras tanto, saber surfear las olas de las tendencias es lo que nos va a mantener medianamente cuerdos.
Tengo entendido que los grandes aficionados a la ciencia ficción distinguen a este género en dos grandes grupos: Soft Sci-Fi (algo así como ciencia ficción suave) y Hard Sci-Fi (ciencia ficción dura).
La principal diferencia entre ambas radica en el nivel de complejidad científica de sus tramas. Mientras la primera tiene una dosis relativa de ciencia, la segunda implica conceptos científicos profundos. Así mismo, a diferencia de la ciencia ficción suave, la ciencia ficción dura se toma muchas menos licencias narrativas para enmarcar su relato: las cosas que suceden son científicamente más posibles.
Tau Zero
Tau Zero, de Paul Anderson, caería en la definición de ciencia ficción dura. Se trata de una interesante epopeya interestelar que orbita, nunca mejor dicho, entorno a conceptos de física relativista.
La Leonora Christine es una nave espacial capaz de viajar acelerando hasta alcanzar velocidades cercanas a la luz. Esto permitirá a su tripulación llegar a un planeta con características similares a la Tierra para su investigación en unos pocos años.
Sus personajes tendrán que vivir en esa nave durante los años que dure el trayecto y enfrentarse a todos los desafíos que un viaje de esas características puede presentar, tanto a nivel técnico como humano.
Toda la historia se sustenta en la idea de la expansión y contracción del tiempo y del espacio que se produce en los objetos que viajan a velocidades cercanas a la de la luz.
Esto ya de por sí hace que la lectura se embarre a medida que Anderson desarrolla detalladas explicaciones acerca de la definición del factor Tau y sus implicaciones en la vida de los protagonistas.
A pesar de que, en general, la base científica que requiere el libro no es excesiva, sí que supone un desafío su lectura.
Viajes temporales y espaciales
Tau Zero es, además, un interesante ejercicio de análisis mental y emocional del impacto que produce en las personas los efectos de la Teoría de la Relatividad llevados a la práctica.
Todavía recuerdo lo impresionado que me quedé cuando leí por primera vez sobre la Paradoja de los Gemelos.
Aquí son un conjunto de exploradores los que tendrán que hacer frente, no sólo a las dificultades propias de un viaje espacial, sino también a las consecuencias de querer llegar más lejos que nadie y hacerlo lo más rápido posible.
El libro logra transmitir la desproporción en cuanto a distancias y tiempos que hay entre las medidas estelares y las humanas: lo cortas que son nuestras vidas en comparación con el tiempo y la distancia que nos separa del resto del universo.
Una aventura que no termina de despegar
Es cierto que Tau Zero proporciona una lectura entretenida y que algunos de sus pasajes enganchan especialmente, pero se queda muchas veces lejos de cualquier sitio, dando la sensación de no tener muy claro hacia dónde se dirige el escritor.
Los personajes, aunque adquieren una potencia suficiente a lo largo de la novela, no terminan de definirse del todo y la historia acaba con la sensación de que te podría haber dado mucho más.
Es, sin embargo, en su conjunto, un relato bastante completo con grandes dosis de buena ciencia ficción.
Son ya muchos los años que llevo acercándome a este pequeño rincón de mi vida, por distintos motivos, para contarle no sé muy bien a quién las idas y venidas de mi existencia.
Acaba 2022 como tantos otros lleno de historias. Muchas de ellas terminarán diluyéndose por intrascendentes en un mar de recuerdos donde solo flotan aquellos que nuestra caprichosa memoria decide escoger.
Sin embargo, las primeras páginas de este 2023 adquieren un cariz especial al ser las últimas de un capítulo de mi vida.
Hoy digo adios a la que ha sido mi segunda casa estos útlimos 9 años y, como en toda despedida, la expectación por lo que está por venir se mezcla con la tristeza que acompaña a la partida. Los adioses son siempre complejos, mas si cabe cuando te despides de lo que ya consideras parte del relato de tu vida.
Nueve años dan para tantas cosas que se me antoja una tarea imposible resumirlas en estas pocas líneas. Pero sí me gustaría recordar, dentro de unos años, cuando vuelva a leer estas palabras, que disfruté de una aventura apasionante, que no dejé de aprender, que me frustré en los fracasos, pero que supe encontrar mi lugar. Y, sobre todo, que a lo largo de todo este tiempo, di con personas increíbles, no solo en lo laboral, sino especialmente en lo personal, que tienen parte de la culpa de que hoy sea quien soy.
Igual a muchos estas palabras les resulten vacías, eculcoradas y predecibles, pero sé que el Sergio del futuro comprenderá muy bien su significado.
Hace tiempo alguien me dijo que hay veces que hay que escribir más para uno mismo que para el resto y hoy es, exactamente, de lo que se trata.
Hace ya varios años que juego a este bonito intento de solitario que supone hacer una lista de propósitos para el año que entra.
La recomendación de los expertos es que estos sean alcanzables, realistas y posibles. Pero la realidad es que a 31 de diciembre la hoja en blanco parece más un cheque que un contrato: hay más ilusión que responsabilidad.
Por eso hace también ya varios años que comprendí que es un juego tramposo y que quien lo manipula es el Sergio de 365 días atrás.
No lo hace con mala intención, no le culpo y le señalo como el cerebro tras una trama que solo busca hundirme. El pobre no valora nunca que te puede aparecer un virus en mitad de las Fallas o te estalla una guerra que hace que se tripliquen los precios.
Las previsiones, los planes, los objetivos, son una quimera y un arma de doble filo que lo mismo que nos divierte se puede convertir en una verdadera frustración vital.
Por eso lo acepto como un juego, adulterado y sin valor real, pero que sirve para hablar de lo que nos gustaría, de futuros y, en definitiva, constatar nuestra propia ingenuidad.
Para, así, dentro de un año, volver a releer con una mezcla de consternación y compasión todo lo que quise y no fue.
Y volver a empezar el ritual.
Propósitos
Pero vayamos al turrón que se nos hacen las 12…
Son muchas las cosas que le pido a este 2023 (no voy a cambiar a estas alturas tampoco), la mayoría sé que se quedarán lejos de cumplirse, pero en esa ingenua ilusión de la que hablo también hay lugar para aceptar el intento como suficiente. No se trata de alcanzar la cima, muchas veces basta con perderse en el bosque que hay de camino:
Leer 15 libros: Uno por mes y alguno más de regalo. Como se puede comprobar, empiezo realista, luego ya se torcerá el tema.
Publicar 24 posts: Dos por mes. En 2022 escribí la friolera de 6 artículos, puede que haya sido el año menos prolífico de toda mi vida.
Hay 4 series que quiero empezar: Son míticas (cada una a su manera) y os hablaré de cada una ellas a lo largo del año.
3 Certificaciones. Sigo con el listón realista porque me vale cualquier cosa.
Deporte y vida sana. Esto es más típico que las campanadas de La 1 en casa de mis abuelos, pero de este año no es que no vaya a pasar, es que no puede pasar.
Latín. Este es un propósito heredado de 2021 que en 2022 no tuve la ocasión (forma educada de decir que no me apeteció) de alcanzar.
Proyectos. Proyectos (no es una errata, es una referencia), son muchos y variados aunque hay un par que pueden ser verdaderamente interesantes. Dedicarle el tiempo necesario es el verdadero objetivo.
Vida. Y este es el más importante de todos. Llevo tantísimo tiempo tratando de descifrarme, de encontrar cuál era mi verdadero camino que, por momentos, he perdido la noción de lo que realmente me importa a mí. El 2023 abre una buena oportunidad de reaprender a vivir la vida junto a los que me hacen feliz.
Me ha dado por releer algunos de los posts sobre propósitos de años pasados y en algunos la vergüenza ajena me ha impedido acabarlos. Para esto también es útil dejar las cosas escritas: darte cuenta de que cualquier tiempo pasado NO fue mejor.
Siempre he sentido un especial interés por todo aquello que rodea a oriente en general y a Japón en particular. Japón es, desde la óptica occidental-mediterránea, un crisol de corrientes de pensamiento muy atractivas: una forma de comprender el mundo que nos fascina.
Entender sus orígenes forma parte del viaje de descubrimiento de esta cultura y Bushido: El código del samurái nos presenta un relato muy descriptivo de uno de los momentos clave del Japón de finales del siglo XIX: el fin de los samuráis.
Japón arrastró un sistema de gobierno muy parecido a nuestro feudalismo medieval hasta más allá de 1850. Esto fue gracias, en parte, a una política de férreo hermetismo que mantuvo a la isla oriental en un absoluto aislamiento del resto de naciones.
Inazö Nitobe, hijo de uno de los últimos samuráis del clan Monoka, aprovecha esta circunstancia para mostrarnos lo que él considera una religión sin dios, una forma de comprensión de la vida: el Bushido.
Nitobe fue testigo del impacto que tuvieron los cambios políticos iniciados en 1854 con la firma de los Tratados de Paz y Amistad entre Japón y Estados Unidos y que supusieron, de facto, el final de la era samurái. Con el fin del periodo Edo comenzaría una etapa de aumento del militarismo japonés que desembocaría en su participación en la II Guerra Mundial.
El Bushido, así, es la herencia cultural que nos dejó un periodo que abarca más de 500 años y donde las familias samuráis ostentaban un poder casi ilimitado en ese Japón feudal.
De ese poder ilimitado emanaron las grandes virtudes con las que estos guerreros constuyeron una sociedad basada en conceptos como el honor, el autocontrol, el sentido de justicia, la vergüenza o el suicidio.
Valoración personal
Lo cierto es que me ha gustado especialmente la forma de abordar el impacto que tuvo la política aperturista de Japón en tiempos tan convulsos como fueron las primeras décadas del siglo XX.
Curiosamente Nitobe, dada su particular educación occidental, terminó convirtiéndose al cristianismo y esto impregna todo el análisis: hay momentos que, certeramente, traza paralelismos entre conceptos religiosos orientales y cristianos, pero en otros momentos el encaje es forzado y artificioso.
Creo que Bushido: El código del samurái es un buen punto de partida para conocer la cultura japonesa alejándose de los tópicos más manidos, lo que te permite escarbar en las raíces de lo que es el Japón actual y las razones de su evolución.
Toda competición suele traer asociada la épica en algunos momentos, toda victoria arrastra uno o varios instantes eternizados en la retina de quienes los vivieron, agrandados hasta hacerse leyenda con el tiempo.
La final de Liga de Campeones de anoche cierra un relato en el que todos y cada uno de los envites, desde el primero hasta el último, han sido una oda a la magia de lo inconcebible.
Este trofeo bien podría ser recordado por ser el de las remontadas imposibles, por la “panenka” de Benzema, por la cabeza de Rodrygo o por el gol de Vinicius Jr. Todavía más por ese ángel de la guarda en forma de belga gigante que dejó secos a los mejores delanteros del universo.
Pero, sobre todo, este título es el de la victoria contra todos, el del triunfo de la antigua escuela, de las viejas glorias a punto de caer rendidas por el paso del tiempo frente a las rutilantes estrellas bañadas en oro de tierras lejanas.
Los trescientos espartanos frente al inconmensurable ejército persa a las puertas de la Grecia antigua.
Esta historia se escribe, como tantas veces, con el imposible como protagonista. Las verdaderas gestas germinan en ese mar de la improbabilidad, donde las cosas suceden entre una o ninguna vez.
En estos días en los que las guerras son el sinónimo del fracaso humano, vivimos huérfanos de la épica de antaño. Necesitamos de un nuevo héroe de las causas perdidas.
Ese que, pese a todo y a todos, sigue creyendo en sí mismo.
Una historia que nos conecta con nuestras generaciones pasadas y con las venideras.
Y así mi padre, que creció escuchando a su padre narrarle las hazañas de la Galerna del Cantábrico y los goles de la Saeta Rubia, anoche se imaginaba contándole a su nieto, dentro de unos años, las paradas antológicas de Courtois, los goles increíbles de Benzema o las galopadas interminables de Vinicius.
Las aventuras de aquel equipo de valientes que, de forma totalmente inesperada, alzaron los brazos a un cielo de París una cálida noche de mayo para erigirse como el mejor equipo de Europa, por decimocuarta vez.
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