En el mundo actual, en el que estamos más conectados que nunca, asistimos a una propagación de comportamientos «universales» cada vez mayor.
A popularizar estas tendencias, como es obvio, ha ayudado disponer de múltiples canales desde donde somos bombardeados insistentemente con patrones de comportamiento a imitar.
La mayoría de estos patrones pueden parecer a simple vista inocuos, infantiles y sin excesivo impacto en nuestra vida, pero muchos de ellos impregnan nuestra conducta con mecanismos asociados a un determinado rol y una determinada forma de pensar.
La cultura de la hipérbole
Quizá uno de los más importantes que he podido percibir: tanto por su rápida progresión como por el evidente impacto en la gran mayoría de nosotros, es lo que he llamado la cultura de la hipérbole.
Nuestra naturaleza nos empuja a observar todo desde un prisma egocéntrico: entendemos nuestro entorno desde nuestra perspectiva. Eso nos convierte en actores principales de nuestro relato y ahí es donde se cuela esta nueva forma de entender ese relato: la necesidad de convertirlo en antológico.
Hoy más que nunca somos personajes públicos: tengamos 2 o 2 millones de seguidores en redes sociales, la inmensa mayoría proyectamos nuestras vidas (la parte que nos interesa) hacía el resto de nuestra red social. En esa construcción de una historia protagonizada por nosotros mismos no caben medias tintas, ya no se conciben historias mediocres porque esas historias hace ya mucho tiempo que dejaron de vender.
En la sociedad hiperbólica el «me gusta» es la moneda corriente y no se consigue trabajando más, sino impactando mejor.
Si todo es histórico, nada es histórico
En ese afán por alcanzar siempre una cima más alta que la anterior se termina llegando a la paradoja de normalizar lo extraordinario: lo alternativo es lo mainstream.
Si todos vivimos momentos históricos, si cada día se alcanza un hito para el recuerdo, en realidad nada lo es ya.
Es una carrera ciega a ninguna parte y llegará el momento en el que no podamos seguir corriendo.
Además, toda historia exige su parte de fracaso, su realidad dura, para poner en valor el éxito si se consigue, y en esto a cultura de la hipérbole ha jugado sus cartas manipulando también ese elemento. Todos los que hoy alcanzan el techo legendario de sus vidas, lo han hecho tras esfuerzos excepcionales.
El relato exige su cuota de sacrificio y la hipérbole no se da solo al alcanzar la cima, sino al valorar también el ascenso a la misma.
El castillo es de cartón piedra
Las consecuencias de construir un relato vital basado exclusivamente en exageraciones las vamos viendo cada día más, tanto en nuestra generación como en las siguientes.
Silenciosamente hemos ido desensibilizando a nuestras mentes ante el impacto de lo diferencial y llegado el momento, nada nos resulta atractivo, nada nos parece diferente.
Si el ser humano se caracteriza por algo es por su curiosidad. La curiosidad es la fuente de la mayoría de nuestros logros, tanto como sociedad, como individualmente. Si eliminamos la curiosidad, o más bien la exprimimos hasta agotarla, perdemos gran parte de nuestro interés vital y eso nos terminará pasando factura tarde o temprano.
En parte es como si estuviéramos sustityendo la curiosidad por la necesidad de ser: ahora resultan menos interesantes las historias de los demás, porque por encima de ellas está la nuestra, que es más importante, más increíble.
En definitiva, seguimos en esa caída libre que nos aleja de la empatía y nos sume en el desierto del individualismo: más conectados que nunca, más solos que nunca.
Las historias también pueden ser normales
Como todo movimiento cultural y social, llegará el momento del retorno. La sociedad y el individuo caminarán en la dirección contraria y veremos cómo muchos se apresuran a subirse al barco de la normalidad.
La hipérbole dejará paso a lo cotidiano y se nos venderá, porque de eso trata todo, que las mejores vidas son las normales porque encierran la esencia del ser humano corriente.
Hoy no somos distintos a hace 2000 años, simplemente nos damos la chapa más a menudo y entre más personas.
Regresaremos, quiero creer, a una visión más colectiva de la sociedad. En algún momento el individualismo dejará de ser atractivo y los beneficios de trabajar verdaderamente en sociedad sobresaldrán al afán de protagonismo.
Mientras tanto, saber surfear las olas de las tendencias es lo que nos va a mantener medianamente cuerdos.
Una de las dudas más repetidas a lo largo de toda mi etapa educativa (que ya dura más de 20 años) ha sido la relacionada con la metodología a la hora de enfocar la adquisición de una nueva habilidad.
En concreto encontrar la respuesta a qué es más necesario al comienzo, una profunda base teórica que nos proporcione seguridad en el conocimiento o enfocarnos en el apartado práctico y en los resultados que la experiencia nos facilita.
La teoría es necesaria, pero no te vuelvas loco.
La teoría es asesinada tarde o temprano por la experiencia.
Albert Einstein
Una primera aproximación exige establecer unos mínimos. De nada sirve ejercitar una habilidad si desconocemos lo básico sobre ella. Por eso es fundamental que nos obliguemos a asegurar una base sólida de conocimiento.
Esto nos va a permitir aventurarnos en el terreno práctico con garantías de éxito.
No obstante, hay que tener cuidado con no abusar de esta fase. Debemos huir de la trampa de una autoexigencia desmedida que nos bloquee el progreso.
Hay un determinado momento en el que el esfuerzo en adquirir nuevos conocimientos va a tener un impacto cada vez más limitado en nuestra habilidad con la materia.
Será entonces el momento de poner en práctica la teoría.
Practica todo lo que puedas, pero sabiendo lo que haces.
Necesaria es la experiencia para saber cualquier cosa
Séneca
Una vez adquirida una base consistente de conocimientos debemos dar el paso de ponerlos a prueba.
La práctica es, en esencia, la consolidación de la teoría a través de la experiencia.
Y es en la experimentación donde reconoceremos las carencias teóricas que necesitamos resolver.
Es por eso que, al igual que sucedía con la teoría, debemos afrontar esta fase con las garantías necesarias: de poco sirve lanzarse a practicar sin saber qué estamos haciendo.
Experimentar no es sinónimo de hacer, sino de probar, y las diferencias entre ambas acciones son notables: el ejercicio de la experimentación exige un conocimiento previo y una idea clara de qué conocimientos buscamos evaluar o adquirir.
Sólo así la práctica tendrá un peso específico en el propósito de adquisición de una habilidad. Seremos más eficientes y alcanzaremos nuestros objetivos en menor tiempo y con menor esfuerzo.
El equilibrio se adquiere con el tiempo.
A pesar de que pueda parecer sencillo, alcanzar ese punto de equilibrio entre teoría y práctica no es sencillo: depende de muchos factores, entre ellos, nuestra propia forma de adquirir conocimientos. Para algunos, unas pocas horas de teoría serán suficientes antes de lanzarse a probar cosas. Para otros, en cambio, esta primera fase exigirá más dedicación.
Lo fundamental es que, sean cuales sean nuestros tiempos, se trate de un proceso controlado. Sepamos en todo momento dónde estamos, qué buscamos encontrar y hacia dónde nos dirigimos.
A partir de ahí, todo se reduce a asegurarnos de que disfrutamos del proceso.
Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria. Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.
Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.
Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.
No necesitamos aprovechar el tiempo
La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.
Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.
La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.
A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.
La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.
¿Qué significa aprovechar?
Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.
Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.
Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.
Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.
Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.
Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.
Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.
Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.
El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.
De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.
Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.
En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.
Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.
La ausencia de preocupación.
Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.
Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.
No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.
La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
La pobre paloma de Skinner.
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
Nuestra herramienta clave como especie: la socialización
Está escrita en nuestra genética, grabada a fuego durante cientos de miles de años de evolución, una conducta que nos ha permitido desarrollarnos como especie: la socialización y nuestra capacidad de integración.
Una de las características asociadas a nuestra necesidad innata de integración social es el desarrollo de conductas encaminadas a la aceptación de las normas del grupo. Su incorporación como parte de nuestro sistema de valores y comportamientos juega un papel doble: por un lado fomenta nuestra sensación de pertenencia al grupo, mientras que por el otro permite que el grupo nos acepte como integrantes del mismo.
Este comportamiento, pese a su carácter adaptativo, tiene asociadas conductas que pueden llegar a ser nocivas para el individuo.
La conformidad social
La conformidad social es un fenómeno estudiado en 1932 por el psicólogo Arthur Jeness y desarrollado posterioremente por el psicólogo social Solom Asch en 1951. Consiste en el cambio de una creencia o una conducta por parte del individuo para encajar en el grupo social al que pertenece o quiere pertenecer.
Para demostrar su existencia y su impacto, Asch realizó una serie de experimientos que mostraron la potencia de la conformidad social en los individuos.
Experimento
Los sujetos del experimento fueron un grupo de estudiantes, todos sentados en una misma sala, y a los que se les pidió que realizasen tareas sencillas de evaluación de imágenes. Debían juzgar, por ejemplo, la longitud de determinadas líneas y cuáles eran, a su parecer, más largas o más cortas.
Un ejemplo de uno de los ejercicios del experimento de Asch.
Dentro del grupo de sujetos del estudio estaban estudiantes que, previamente, se habían prestado a formar parte del experimento de otra forma: eran cómplices del profesor y habían sido preparados para ir dando respuestas erróneas a lo largo del ejercicio. Lo que Asch quería evaluar era de qué forma la opinión mayoritaria del grupo tenía influencia hasta en las percepciones más evidentes del propio individuo.
Los resultados fueron sorprendentes: los sujetos estudiados iban variando sus respuestas, pese a reconocerlas como erróneas, para adaptarlas a la respuesta de la mayoría. Asch había demostrado la existencia de la conformidad social y, además, había puesto de manifiesto su enorme importancia en nuestra capacidad de juicio.
La conformidad social en la actualidad
Las redes sociales
Internet es, a día de hoy, el grupo social más grande al que pertenecemos. Es un superconjunto de conjuntos de personas conectadas por intereses comunes. Y todos, absolutamente todos, queremos sentir que formamos parte de alguno de esos grupos.
La presión social que ejercen las redes sociales sobre nuestra forma de entender el mundo, sobre cómo nos identificamos nosotros mismos, ha incrementado exponencialmente. A día de hoy, nuestro sentido de pertenencia al grupo lo marcan las influencias que adquirimos al navegar por internet.
Nuestro criterio parece menos construído a través de la experiencia y más moldeado a través de lo que las redes sociales nos muestran.
El impacto de la conformidad social en nuestro yo futuro
Al permitir que esto suceda, aunque sea de forma inconsciente, estamos cediendo parte de nuestra libertad individual. Aceptamos como válidas muchas de las informaciones que recibimos si existe tras ellas un cierto consenso social. Adquirimos determinadas conductas imitando al grueso del grupo al que queremos parecernos o pertenecer. La «mayoría» se ha convertido en un concepto variable que va modelándonos a su antojo.
El problema radica en qué modelos son los que terminan imponiéndose y por qué. Lejos de buscar extrañas conspiraciones, el dinero y sus ramificaciones son el órgano rector de estas influencias milimetradas. Hoy todo tiene el sello del consumo, de la publicidad, de la venta. Bombardeos de imágenes tremendamente filtradas que nos alejan de una realidad para acercanos a una necesidad.
No es un problema nuevo, evidentemente. Las modas han estado siempre y han tenido un impacto en la opinión pública, una capacidad de acción sobre nuestras decisiones. El cambio, aunque pase por impercetible, es que en la actualidad las modas son espúreas, las influencias vienen y van en cuestión de días.
Cada cambio, cada giro en lo que se espera que seamos, cada aceptación e integración de lo que la mayoría considera que debemos ser, es un trozo más que perdemos de nuestra propia identidad.
Es por eso que quizá hoy más que nunca sean necesarias altas dosis de educación en filosofía: necesitamos ciudadanos que desarrollen sus capacidades de reflexión y de crítica. Que piensen, que crean en su intuición, que acepten más lo que ven que lo que les dicen los demás que deberían estar viendo.
En definitiva, que si la línea que ven es más corta, sean capaces de ir en contra del resto para defender sus propios principios.
Comienza un verano atípico y nos pilla a todos inmersos en una fase de transición tras muchas semanas metidos en casa.
El confinamiento ha sido un suceso totalmente inesperado que, nos guste o no, no solo nos ha pasado factura en nuestra forma física, sino que ha tenido una importante incidencia a nivel psicológico
Cómo nos ha afectado
Nuestro cuerpo y en especial nuestro cerebro funcionan siguiendo los conocidos procesos homeostáticos: esto no es más que la tendencia innata a buscar situaciones de equilibrio. Por eso tenemos una capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que nos permite sobrevivir ante los cambios.
Lo que sucede es que esta adaptación lleva asociado un coste necesario. Tras la sorpresa y la incertidumbre que produjo la obligación de permanecer en casa, de iniciar el trabajo de forma remota o de estar rodeado de la familia las 24 horas del día, sentimos que nos “acostumbrábamos” al cambio.
Esa adaptación trajo la generación de nuevas rutinas y la aparición, de forma indirecta, de nuevas conductas aprendidas: desde cosas tan sencillas como no olvidarse la mascarilla al salir de casa como desarrollos más complejos asociados con trastornos relacionados con las enfermedades (TOC, TEPT, etc.)
Claves para minimizar su impacto
Pese a que hemos vuelto a una especie de normalidad pre-COVID, nada más lejos de la realidad. Debemos ser conscientes de que todavía no estamos al final de este duro camino combatiendo a la enfermedad y que, además, esta nueva adaptación a la nueva realidad no va a ser directa.
Por eso os propongo algunas ideas que hagan de este aterrizaje en la nueva realidad algo un poco menos forzoso y más llevadero.
Aceptar la nueva normalidad
Un paso previo crucial para llevar a cabo esta adaptación es asumir que esta mal llamada normalidad nueva, no es más que una fase de anormalidad más con las libertades ligeramente extendidas. Seguimos metidos de lleno en un proceso a escala global de lucha contra una enfermedad grave y contagiosa.
Que podamos hacer más cosas que hace dos semanas no significa que podamos recuperar nuestra vida anterior. Las cosas han cambiado y hemos de aceptar ese cambio.
Nuevas rutinas
Al hilo de esa aceptación de la nueva normalidad vendría la creación de nuevas rutinas. De poco sirve empeñarnos en recuperar nuestra vida antes de que estallase la pandemia, pero sí que es importante recuperar la sensación de control que perdimos el mismo día que nos dijeron que no podíamos salir de casa.
Los seres humanos estamos muy acostumbrados a vivir en entornos controlados y cualquier elemento que ponga en riesgo esa situación es un generador puro de ansiedad y malestar.
Una forma de combatir estas emociones es, precisamente, creando nuevas rutinas que nos permitan tener un día a día relativamente predecible.
Es un buen momento para iniciarnos en algún hobby, para empezar algún proyecto, para aprender alguna habilidad y hacerlo de forma periódica nos terminará por transmitir que volvemos a tener el mando de nuestra vida.
Actividad física
Lo de “mens sana in corpore sano” no solo es una buena frase de márketing. También es una necesidad que tenemos que cubrir. Está claro que a este verano ya no llegaremos para lucir abdominales, pero las endorfinas que segregamos tras realizar algún deporte y todavía mejor si es al aire libre, son vitales para mantenernos sanos y alegres durante todo este proceso.
Actividad de ocio
Ligado al deporte, ligado también a esas nuevas rutinas, está en qué vamos a dedicar nuestro tiempo de ocio. Esta nueva normalidad viene con muchas limitaciones y hemos de ser conscientes de ellas. Pero, a pesar de ellas, el tiempo libre es algo fundamental que debemos cuidar. Nueva normalidad implica, en este caso, nueva forma de pasar nuestro tiempo libre. Quizá debamos posponer nuestro viaje a las Islas Fiji y cambiarlo por unos buenos paseos por la sierra de Asturias.
Relaciones personales
Por último, y probablemente más importante, es que debemos seguir potenciando, aún en la distancia en algunos casos, nuestra red social. Es fundamental en contextos como el actual, tan llenos de incertidumbre y de miedos, la red de seguridad que proporciona nuestro entorno: amigos, familiares, parejas… El confinamiento ha supuesto una prueba de estrés para muchos de estos vínculos y es momento de relajar y reconstruir. Cuidar esas relaciones personales es clave para enfrentarnos acompañados a los desafíos que esta pandemia global está trayendo e, irremediablemente, traerá en el futuro a corto plazo.
La llegada del COVID-19 a suelo español y las posteriores
medidas de confinamiento de la población decretadas por el Estado han hecho que
los ciudadanos tengamos que enfrentarnos a una serie de desafíos en nuestra
vida cotidiana. Uno de ellos y quizá el más importante por detrás del de frenar
la curva de expansión del virus, es el de preocuparnos por nuestra salud
mental.
Muchos hemos empezado a teletrabajar desde casa, otros, con
contextos laborales más impactados por el confinamiento, se han visto envueltos
en ERTEs o situaciones laborales más precarias y, por supuesto, están aquellos
que día a día luchan por mantener la normalidad acudiendo a sus puestos de
trabajo para luego volver al confinamiento. En todos los casos, nos toca vivir
un día a día incierto y hacerlo la mayor parte del tiempo desde casa.
El ser humano es un animal de costumbres y, por ello,
requiere de esa sensación de control que le permita percibir que todo a su alrededor
funciona tal y como se espera. La rutina, que tanto ha podido llegar a
agobiarnos en otros momentos de nuestra vida, aparece ahora como un elemento
fundamental sobre el que debemos intentar instaurar nuestras actividades
diarias.
Aquí van cinco consejos sencillos de seguir que van a
permitirnos recuperar en parte esa sensación de que las cosas siguen igual, que
todo parece estar en orden y controlado y que la situación ha dejado ya de
desbordarnos.
1. Compartimenta tu tiempo.
El primero de los consejos es probablemente el más
fundamental. El estar en casa todo el tiempo nos genera la tendencia a que el
tiempo se difumine y no sepamos ni la hora que es ni el día en el que vivimos.
Utiliza un horario visible que defina con claridad qué horas vas a dedicar a qué y trata de seguirlo todo lo que sea posible.
Divide el tiempo de trabajo y de ocio y trata de diferenciarlos incluso en sitios distintos de la casa: uno para el despacho / otro para el resto de tu día. Si no puedes, cambia la configuración de tu despacho cuando hayas terminado de trabajar/estudiar.
El objetivo es enviar la señal al cerebro de que hemos “acabado” con el trabajo y estamos “empezando” con el tiempo libre y se ha definido una frontera temporal para eso.
2. Cambia lo mínimo posible tus hábitos.
Es esencial que mantengas, en la medida de lo posible, los hábitos adquiridos antes del confinamiento: procura levantarte a la misma hora, seguir las mismas rutinas que seguías antes de ir al trabajo/universidad/instituto, ponte ropa de calle para empezar tu jornada y cámbiate, si así lo hacías, al terminarla.
Haz los descansos que solías hacer (para almorzar, comer, tomar café) y trata de seguir un esquema de tiempo de características lo más similares a las que tenías hace unas semanas.
Con eso estaremos diciéndole a nuestra mente que, aunque las
circunstancias aparentemente han cambiado, nuestra vida sigue manteniendo un
ritmo similar y eso alejará la sensación de incertidumbre y descontrol que
suele apoderarse de nosotros en estos momentos.
3. Aléjate del exceso de información.
Otro de los grandes focos de preocupación y que termina
redundando en nuestro rendimiento y nuestra estabilidad mental es la
sobreexposición a la información a la que nos vemos sometidos en estos días:
huye de estar constantemente leyendo artículos, noticias, grupos de WhatsApp,
etc., que solo aportan, o bien información redundante o bien un sinfín de bulos
sin contrastar que solo generan todavía más confusión.
Decide en qué momento vas a querer informarte de algo y el resto del día procura mantenerte alejado de la información. Aunque resulte complicado en esta época donde nos vemos expuestos a múltiples fuentes de información a la vez, necesitamos desconectar de ellas y es un ejercicio que debemos hacer de forma consciente: apaga el móvil y la tele durante un rato.
4. Focalízate en tus proyectos y tus hobbies.
Quizá uno de los aspectos positivos que trae este confinamiento es que nos enfrentamos a una realidad con bastante más tiempo libre del que estábamos acostumbrados. Es fundamental que ese tiempo libre se traduzca en tiempo empleado para que, al final de día, no alberguemos esa desagradable sensación de que no hemos hecho nada más que ver pasar las horas.
Estamos viviendo un momento excepcional y tal vez sea
también el indicado para sumergirnos en todos aquellos proyectos o hobbies que
llevaban tiempo cogiendo polvo a la espera de que dispusiéramos de tiempo. Dedicarles
tiempo a aquellas cosas que nos generan bienestar contribuirá a mantenernos
activos y con un ánimo elevado. Nos hará sentir útiles y despertará nuestro
interés por nuevas ideas.
Si los próximos días no vas a trabajar, es momento de planificar un objetivo concreto: aprender un idioma, estudiar esta materia, formarse en algo que siempre te haya interesado, etc. Hazlo en lo que en su día fue tu horario laboral y, así, tratar de conservar lo que puedas tu rutina diaria.
5. Mantente activo y descansa.
Nuestra mente sólo funciona bien si nuestro cuerpo está en
buenas condiciones. Por eso, para una salud mental en condiciones, nos tenemos
que obligar a mantener un cuerpo sano.
Así, volviendo al punto uno, dentro de ese horario de actividades, debemos incluir de alguna forma, las actividades deportivas. Hay cientos de recursos gratuitos en Internet que nos van a permitir activar nuestro cuerpo: Yoga, Body-Pump, Combat, Zumba… Decenas de variantes para un mismo fin: elevar nuestras pulsaciones, sudar y segregar endorfinas.
El descanso y la alimentación son los otros dos pilares que debemos esforzarnos en mantener en pie. La ansiedad puede llevarnos a querer comer a deshora y a terminar acostándonos a horas intempestivas, por eso, ese horario definido va a contribuir a que nos obliguemos a comer sólo cuando lo habríamos hecho en un día normal y a irnos a la cama con la naturalidad con la que lo hacíamos hace unos meses.
Al final todo se reduce a que nos encarguemos, de forma
activa, de mantener nuestra sensación de control sobre lo que sucede en nuestra
vida y a nuestro alrededor.
Son tiempos complicados y nos enfrentamos hoy, y nos enfrentaremos
mañana, a desafíos de distinta índole que pondrán a prueba nuestra estabilidad
mental. Pero los seres humanos hemos llegado hasta aquí por nuestra inquebrantable
capacidad de adaptación ante las circunstancias que nos aparecen: fuimos, somos
y seremos capaces.
Una de las consecuencias de hacerse mayor es que la mitad de
las cosas que creías verdades absolutas hace 10 años ahora no te las crees ni
aunque te paguen por ello.
De entre esas medias verdades destaca una que es para mí de
un divertido sangrante: esa imagen idílica del amor perfecto y para siempre.
Condenados como andamos con las redes sociales y la cultura de lo inmaculado,
nos movemos por las movedizas arenas de una vida donde los errores emocionales
suelen terminar pagándose tarde y a un precio elevado.
El amor ni es perfecto, ni, estadísticamente hablando, es
para siempre. Pero pese a todo, como buenos seres humanos que somos, nos
empeñamos hasta el hastío por convertirnos en salmones del cauce de un río que
lleva millones de años transcurriendo igual.
Que no sea perfecto lo asumimos tarde o temprano. Bien
porque de tanto besar la lona reconocemos que compramos la moto que nos
vendían, admitimos que las medias naranjas solo sirven para hacer zumo y
entonces comenzamos la aventura de aceptarnos a nosotros mismos primero y a
nuestra compañía después. O bien porque nos convertimos en expertos en
maquillaje y retoque y nos vale con vivir engañados lo que nos resta de vida.
Lo de que no sea para siempre ya nos molesta un poco más.
Acostumbrados como estamos a amores de dos horas con final feliz, construimos
en nuestro imaginario un proyecto vital que, entre otros aspectos, incluye a
nuestra pareja ideal como epílogo de nuestra vida. Como si al encontrarla
estuviésemos escribiendo ya las últimas palabras de nuestra historia. Una
especie de cima coronada. De objetivo fundamental cumplido. Y claro, pasa que
describimos con mimo y todo lujo de detalles la cita perfecta, la noche de
pasión soñada, el viaje a Japón y la boda en Las Vegas. Si me apuras, hasta nos
aventuramos a imaginarnos el día que nos enseña entre lágrimas el predictor y
nuestra vida cobra el sentido que parece que no tenía hasta entonces.
Y, de repente, sucede que hay una nueva mañana. Te
despiertas y te encuentras con un nuevo capítulo que escribir en esa novela que
creías terminada. Descubres que la imagen del amor estático y para siempre es
uno de esos anuncios de teletienda.
El amor es, en realidad, un ejercicio de decisión. Todos los
días, sin excepciones, decides compartir tu mundo y todo lo que eso conlleva,
con la persona que se despierta a tu lado.
Si piensas que no lo estás haciendo es porque ese ejercicio
se lo estás cediendo a algo o alguien: a las circunstancias, a la inercia, a tu
pareja, al tarot o a tu santísima madre que no puede verte soltero y acumulando
gatos.
Esa decisión implica, además, que tenemos el derecho a
ejercer nuestra libertad individual. Decidimos amar, o más bien deberíamos
decidir amar porque nos compensa. Y si un día te despiertas y descubres que
llevas tiempo equivocándote, no pasa nada. Si vemos bien rescindir nuestro
contrato con Vodafone cuando cambian las condiciones del servicio, no veo por
qué no hacer lo mismo si nuestra relación ha dejado de aportarnos lo que
necesitamos.
No está la vida como para andar regalando días escondidos
detrás de excusas.
Lo que ocurre es que decidir es una actividad de riesgo que
conlleva actuar ejerciendo una responsabilidad absoluta sobre lo que decidimos.
Nadie nos enseñó a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones y a estas
alturas uno llega a pensar que es tarde para aprender, que quizá no merece la
pena el esfuerzo. Muchos se siguen empeñando en creer esa visión de un amor que
fluye bajo el torrente de la pasión desmedida, de los no puedo vivir sin ti, de
mi vida eres tú y sin ti no soy nadie, hipotecando inconscientemente su futuro.
Pero la realidad es otra. Uno no ama, no se deja llevar. Uno
decide amar. Como uno decide luchar por un futuro mejor o decide sentarse a
esperar a que la vida pase.
Y en esa capacidad de decisión radica el éxito de nuestras
relaciones personales, de nuestras posibilidades de ser verdaderamente felices.
Esta madrugada se ha
producido un eclipse lunar, ese fenómeno en el que la Tierra se coloca entre la
Luna y el Sol y proyecta su sombra sobre la primera produciendo el extraño
efecto de hacer desaparecer a nuestro satélite del firmamento.
Más allá de lo interesante
del acontecimiento astronómico, es curioso como muchos de nosotros también
sufrimos nuestros propios eclipses.
Al igual que sucede
con los eclipses lunares, algo o alguien aparece en nuestras vidas y se coloca
entre nosotros y nuestra fuente de luz, nos proyecta su sombra y nos termina
por distorsionar. Nos aleja de nosotros mismos y nos convierte en alguien
desconocido.
Los eclipses
personales tienen un componente de riesgo añadido: pueden llegar a ser
permanentes. Si los mantenemos, si les dejamos echar raíces, nos pueden llevar
a desdibujarnos y hacernos perder parte de nuestra identidad.
Tal y como pasa con
los eclipses lunares o solares, que pueden ser predichos con cierta antelación,
también los eclipses personales se pueden detectar antes de que sucedan.
Aquellos que nos rodean pueden llegar a ver algunos signos que los preceden e
incluso llegar a advertirnos. Lo complejo de los eclipses personales es que,
aun habiéndolos identificado, resulta difícil salir de ellos.
Pero no todo es
negativo. Si logramos escapar suelen dejar un poso de aprendizaje en nosotros,
una especie de cicatrices o cráteres en nuestra personalidad, que nos alejan de
futuros fenómenos de características similares al sensibilizarnos ante sus
síntomas. Fortalecen nuestra identidad y nos dan la oportunidad de aprender a enfrentarnos
a los vaivenes de la vida con una mayor sensación de control de nuestras
emociones.
Coincide que esta
madrugada hemos podido ver, además, lo que se conoce como Luna de Sangre. Se
trata de una peculiaridad de algunos eclipses en los que la Luna aparece
completamente teñida de rojo.
Esta alteración lunar,
muchas veces asociada a fenómenos esotéricos o mágicos, tiene detrás, en
realidad, una explicación científica: la Tierra filtra la amplia mayoría de
frecuencias de la luz del Sol pero deja pasar la luz roja.
Y así, como le sucede
a la Luna, nuestros eclipses deciden seleccionar qué filtran y descartan de
nuestra personalidad y qué dejan pasar. Aunque aparentemente nosotros seamos
los mismos, nuestros eclipses terminan desfigurándonos, convirtiéndonos en
caricaturas de lo que un día fuimos o de lo que verdaderamente queremos ser.
Envuelven nuestra existencia de esa atmósfera ilusoria y nos venden realidades
propias de un anuncio de teletienda.
Los eclipses lunares
son acontecimientos únicos, de alguna manera, como también son los personales:
un momento donde lo místico se funde con lo científico y uno no es capaz de
encontrar la frontera entre lo lógico y lo emocional, donde es sencillo
perderse y donde lo más importante, como en casi todo en esta vida, es no alejarnos
demasiado del faro de nuestra identidad.
Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después.
De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.
La traición de las imágenes de René Magritte
La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.
Magritte y las redes sociales
Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial.
Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos.
Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia.
En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.
En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal.
En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.
Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros.
Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto.
¿Y por qué?
Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.
El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.
Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.
Esto no es una vida feliz
Porque no lo es.
Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.
Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»
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