Envejecer proporciona, entre otras muchas cosas, cierta perspectiva ante el paso del tiempo.
Escuchaba el otro día decir a Claudio Serrano, conocido por doblar a actores del nivel de Christian Bale o Ben Afflect, que hay una edad, a eso de los treinta y tantos, que parece que lo sepamos todo, y no.
De repente te encuentras en lo que se supone el ecuador de una vida y descubres que muchas de las cosas que dabas por sentadas no lo son tanto. Y no es lo mismo notar que el suelo se tambalea con 20 que con 40.
Con 20 aprendes a bailar en medio del terremoto, tienes poco que perder, pero con 40 ya es otra cosa.
El psicólogo Carl Rogers dividió el yo en dos subconjuntos: el yo real y el yo ideal. En la distancia entre ambos residen muchos de esos fantasmas que emergen al llegar a la cuarentena.
El yo ideal, según Rogers, representa tus aspiraciones, tus expectativas, a dónde quieres llegar, quién te gustaría ser. Mientras que el yo real encarna la persona que realmente eres.
Pasamos toda la vida tratando de acortar la distancia entre ambos porque, cuanto más cerca estén el uno del otro, más felices se supone que seremos. Y esa separación se puede reducir fundamentalmente de dos formas: o trabajas tu yo real, o redefines tu yo ideal.
Estas dos maneras tienen su reflejo en las dos grandes corrientes pseudo-psicológicas que azotan nuestra generación: por un lado están los «coaches» que te exigen ser la mejor versión de ti mismo cada minuto de tu vida, obligándote a conformar un yo ideal absurdo y empujándote a aceptar sus dogmas como mecanismo para llegar algún día a lograrlo.
En contraposición, encontramos a los «gurús» de la meditación oriental que abogan por una aceptación absoluta de uno mismo sin cuestionamiento alguno. Todo vale, porque si lo sientes así ya lo validas, lo que en esencia elimina la poca capacidad de desobediencia que nos queda.
Es a eso de los 40 cuando, como dice Claudio Serrano, le das la vuelta a la pata del jamón y surge la necesidad de evaluar dónde estás. Porque la realidad te empuja a cambiar el reloj de modo y empiezas a sentir que los minutos descuentan.
Si la separación entre el yo real y el yo ideal es demasiado grande, aparecen los problemas, las dudas y los miedos.
Ante eso, unos se centran en esforzarse, a veces hasta la extenuación, en acercar su yo real lo máximo a su yo ideal: los vendedores de bicicletas o de material deportivo conocen bien este nicho. Otros asumen su realidad (que no es lo mismo que aceptar, por mucho que se empeñen) dejándose llevar por las falsas promesas de una felicidad espiritual fatua.
Existe una tercera opción en la que puedes, en un ejercicio de salud mental tan costoso como necesario, redibujar ese yo ideal que esbozaste con 20 años adaptándolo a esa nueva realidad con sus nuevos límites, sus nuevos desafíos, pero también con sus nuevas ilusiones. E iniciar el camino de tu yo real en esa dirección, sin prisas, sin exigencias, pero sin dejar de moverte.
No hay ningún secreto en el equilibrio, lo único que necesitas es sentir las olas.
El pasado 2 de Febrero, Apple lanzaba al mercado su nuevo revolucionario invento: las Apple Vision Pro.
Estas gafas de Realidad Aumentada llegaron con la intención de cambiar nuestra forma de interactuar con el mundo. Su capacidad de añadir elementos audiovisuales en un entorno real supone un paso hacia adelante en esa visión de un mundo donde la tecnología y la realidad sean prácticamente indistinguibles.
Una herramienta, una consecuencia de nuestra generación
Sin embargo, desde hace ya tiempo, todas estas supuestas herramientas maravillosas esconden una triste verdad generacional: hoy se vive cada vez menos en la realidad y cada vez más a través de una pantalla.
Lo irónico del asunto es que sonreímos a nuestros carceleros mientras aceptamos y normalizamos vivir encerrados tras unos barrotes de cristal.
Nadie se sorprende de ver cómo en una mesa llena de amigos impera el silencio mientras las cabezas agachadas interactúan frenénticamente un un cristal templado.
Se acepta como normal que en los vagones de un tren los teléfonos hayan sustituido a las conversaciones o a los libros.
Mires donde mires la presencia de las pantallas nos es imperceptible: han pasado a formar parte de nuestra vida.
Educamos, maduramos, sentimos y vivimos en ellas
Esto me hace reflexionar y preguntarme si no estamos ante la droga del siglo XXI.
Una droga mucho más adecuada para los tiempos en los que la química y los trastornos asociados a su abuso nos asustan. Una droga más silenciosa, pero tanto o más tóxica que las que arrasaron a finales del pasado siglo.
Aceptamos que esta nueva clase de droga la consuman niños, que la consuman nuestros amigos o que lo hagamos nosotros mismos.
Con todo y así, todavía hay personas que se niegan a reconocer que la adicción a las redes sociales o a los teléfonos móviles implican los mismos mecanismos de refuerzo y respuesta que cualquier droga química.
Y, como sucede con el alcohol y, en menor medida, el tabaco, su aceptación social la convierte en muchísimo más peligrosa porque el riesgo percibido es muy bajo.
Cada vez más aislados
Olvidémonos por un momento de toda la parafernalia técnica, del análisis psicólogo de la propia adicción y profundicemos más en la raíz social del problema y en una de sus peores consecuencias.
Es el momento en la historia que más aislados estamos. Aceptamos la transición hacia la autoreclusión con la misma alegría con la que muchos abrazaron los psicofármacos y su alienación de la realidad hace 30 o 40 años.
La soledad hoy se percibe como virtud, como objetivo vital. Las interacciones sociales, críticas en la supervivencia de nuestra especie, se producen a través de un sinfín de plataformas que nos deshumanizan.
Recuperarnos es volver al pasado
Por mucho avance tecnológico que nos ofrezca la ciencia, jamás deberíamos renegar de quiénes somos y de los elementos nucleares que nos han traído hasta este mismo momento del tiempo.
El ser humano es, en esencia, su contexto social, su red de relaciones que tejen una intrincada maraña de conexiones que nos permiten llegar más lejos de lo que lo haríamos solos. Que nos protegen, tanto física como mentalmente, de los golpes de la vida.
Renegar de ese espacio de reclusión, alejado de todos, es regresar a nuestra forma humana de comprender la vida como un camino que transitamos de la mano de muchas personas.
En definitiva, todo avance debería pasar por convertirnos en un poco más humanos y un poco menos máquinas.
Todo proceso conlleva necesariamente manejar rutinas establecidas.
Leí hace poco una frase que me encantó. Decía algo así como «un ritual es una rutina con significado para ti». Eso me hizo reflexionar sobre cómo los rituales terminan siendo fundamentales para aquellos que convierten una actividad en su pasión.
El ritual es una sucesión de acciones que representan algo. A diferencia de una rutina, un ritual no requiere un fin específico ni tiene por qué ir enfocado a un objetivo determinado, pero sí que exige que el completarlo tenga cierta trascendencia.
El ritual ha sido la forma que hemos tenido toda la vida de transmitir un mensaje. Ya sea a una comunidad, como a nosotros mismos.
Está tanto en la coreográfica ceremonia católica ejecutada al milímetro durante una misa, como en esa copa de vino tinto que se sirve mi padre justo antes de disfrutar de una buena comida.
Rituales que nos dirigen
Que un ritual no tenga un objetivo definido no implica que no podamos utilizarlo como mecanismo para alcanzar nuestras metas.
Si un ritual nos transmite un mensaje, ¿por qué no modular ese mensaje en nuestro beneficio? Podemos emplear el ritual para predisponernos hacia una tarea o, como mínimo, hacia una dirección determinada.
Para lograrlo, podemos convertir muchas de nuestras rutinas en rituales si les otorgamos un verdadero significado. Si vinculamos la acción con la emoción.
Acción y Emoción
Aquí está el elemento fundamental. La acción, entendida como la acción voluntaria, es un proceso que ejercemos de forma consciente y que, generalmente, está dirigido por nuestro lóbulo frontal.
En cambio, las emociones surgen de forma inconsciente desde otra parte completamente distinta de nuestro cerebro: amígdala, hipotálamo, etc.
Son dos circuitos independientes que puede ir de la mano si se aprende a relacionar la accion con la emoción. De esta manera, a través de este vínculo, desencadenar comportamientos, siguiendo un poco la idea de Albert Ellis y su Terapia Racional Emotiva Conductual.
Rituales en la vida real
La conclusión de todo esto es que quiero probar estas ideas en mi día a día.
Por ejemplo, justo antes de irme a dormir, quiero tratar de asociar todas esas pequeñas acciones que realizo casi de forma automática con un sentido real.
Quiero convencerme de que todo ese pequeño proceso desemboca en una sensación de placer cuando, después de un largo día, por fin me permito descansar.
Y ahí agregar aquellos pequeños pasos que quiero que doten de verdadero valor al ritual: diez minutos de lectura, dejar todo listo para el día siguiente… Cualquier cosa que me haga sentir que el proceso tiene sentido.
Igual es la enésima ida de olla que me viene de tanto mezclar filosofía, psicología y productividad barata de mercadillo.
Enfilamos el último mes de un 2023 que ha tenido muchas cosas y, para ser honestos, la mayoría buenas.
Acaba, además, obligándome a enfrentarme a una de esas pesadas piedras que siempre he llevado en mi mochila: la intolerancia a la incertidumbre.
Cuando todo es incierto, nada es incierto
Como seres humanos, nuestro neocortex nos proporciona una serie de capacidades avanzadas que nos han convertido en la única especie soberana de la Tierra, o eso se nos supone.
Entre muchas de esas habilidades destaca la de la toma de decisiones. Nuestra capacidad de razonamiento, al igual que la de un ordenador, no es infinita, y esto nos obliga a buscar zonas de seguridad donde la mayoría de nuestro contexto se perciba bajo control.
He escogido con cuidado las palabras en la última expresión porque no existe nada bajo control, sino la percepción de que lo está.
Esto se ha convertido en pieza clave para nuestro desarrollo mental y emocional.
Por eso, cuando nos sobrevienen circunstancias que alteran significativamente nuestro contexto (digamos que lo «descontrolan»), nuestro cuerpo buscará recobrar el equilibrio o homeostasismediante mecanismos de estrés: liberará aquellas sustancias necesarias para ponernos en alerta y conducirnos a recuperar nuestra tranquilidad.
Cultivando la tolerancia
Albert Ellis sostenía en su teoria que el elemento fundamental que guía nuestro comportamiento y, en definitiva, sus consecuencias, son nuestras creencias.
Y es ese el único elemento que tenemos la capacidad de modificar. Pese a todo el empeño que le pongamos a pretender controlar el contexto, se trata de una batalla perdida de antemano que solo nos puede traer frustración.
Es en la arena de las creencias, donde el combate es mucho más favorable para nosotros.
La incertidumbre, así, deja de ser algo contra lo que luchar para pasar algo que saber gestionar. Cómo afronto aquellas situaciones donde la incertidumbre, la situación con un control limitado, lo desconocido, juegan un papel importante, va a ser la esencia para vivir una vida emocional mucho más saludable.
El método: exposición
Y cómo mejoramos nuestra tolerancia, como modificamos esas creencias que nos llevan a conductas tóxicas: como sucede con muchas de las experiencias negativas limitantes, con exposición.
La exposición en psicología es una terapia que ayuda a las personas a enfrentar y manejar sus miedos o ansiedades, exponiéndolas de manera segura y gradual a las situaciones que los causan. Es un método efectivo para superar fobias u otros comportamientos ansiógenos.
Mucha parte de las técnicas congintivo-conductuales fundamentan gran parte de su eficacia en este concepto y hay mucha literatura y experimentación detrás que sustentan su efectividad.
Mi caso personal
La forma que he tenido durante este mes de lidiar con esa necesidad de controlarlo todo ha sido permitir, de forma relativamente controlada (por irónico que parezca), cierto descontrol.
Eso me ha servido para aprender mediante la experiencia directa a lidiar con lo inesperado, reducir la necesidad de tenerlo todo planeado y aceptar que el contexto es incontrolable.
No siempre ha funcionado y he de reconocer que ha habido momentos en los que la situación ha parecido superarme, pero, como todo en esta vida, el tiempo es la herramienta definitiva para suavizar emociones, tanto las positivas como las negativas. Y el tiempo me ha permitido superar hasta esas situaciones y recoger cierto aprendizaje de ellas.
Creo que es la mejor forma de ir reconfigurando mi cerebro para alejarme de comportamientos controladores y poder flexibilizar mi forma de comprender la vida.
De un tiempo a esta parte me he dado cuenta de una característica común en todos mis proyectos. Sea cual sea el tipo de proyecto, todos comparten una visión enormemente enfocada al logro.
Tanto es así que muchas de las actividades relacionadas con el proyecto, tanto antes como durante, llevan asociado cierto nivel de ansiedad.
Ya escribí acerca de la trampa de la inmediatez, de cuáles eran sus características, su orígen y sus síntomas en nuestra sociedad.
En línea con esa visión de una realidad cortoplacista está la estrategia orientada al objetivo.
Estrategias orientada al objetivo
Si revisamos la bibliografía asociada a la psicología mas contemporánea que trata estos temas y, sobre todo, si echamos un vistazo a todos estos libros de gestión de proyectos y autoayuda, tienen en común una idea troncal: el foco, la consecución de objetivos, la eliminación de distracciones que nos alejan del resultado.
Y, por el camino, cientos de métodos para cuantificar hasta el más pequeño de los pasos, decenas de sistemas que parametrizan una vida para terminar convirtiéndola en un proceso con variables de entrada y de salida.
Quizá el mayor de los problemas de esta estrategia es concebir al ser humano como una especie de máquina, de computadora.
Alerta espoiler: no lo somos. Ni lo seremos jamás. Y aceptarlo va diametralmente en contra de toda esta corriente de pensamiento asociada a la disciplina como bandera del éxito.
1. Una mirada enfocada en el final.
El proceso queda relegado a un segundo plano cuando el actor principal es el resultado. Todo es, por tanto, una carrera contrarreloj con tal de llegar a la meta.
Es contrarreloj porque, para nuestra desgracia, nuestro tiempo es limitado.
Quizá una correcta planificación y una mirada realista de lo que uno es capaz de hacer podrían aliviar este primer problema, pero vivimos rodeados de un contexto que nos invita a pensar justo lo contrario.
Hoy se ponen en valor la precocidad y la rapidez. Nadie valora a la persona de 60 años que vive una vida plena, sino al adolescente de 16 que termina su segunda carrera. El resultado, cuyo valor puede ser hasta incluso discutible, domina la esencia de nuestro trabajo.
Esta mirada enfocada al objetivo tiene, a su vez, la caracterítica de ser extremadamente estrecha. Las corrientes pseudopsicológicas asociadas a la eficiencia abogan por cuantificar los proyectos (sean de la índole que sean), reducir las distracción enfocándose agresivamente en el objetivo y reducir el proceso a un mero medio para alcanzar un fin.
2. Ausencia de refuerzo durante el proceso.
Precisamente esa forma de entender el proceso nos lleva a la carencia de refuerzos durante el mismo. A mí me sucede constantemente en cualquiera de los proyectos en los que me embarco.
Muchos de esos proyectos son, como mínimo, a medio plazo. Eso implica que durante el proceso pueden no haber elementos relevantes que marquen una idea de progreso.
Puedo, claro está, intentar autoconvencerme marcándome metas a corto plazo. Puedo definir objetivos mucho más cortos, y toda esa historia tantas veces repetida.
No funciona.
Y no funciona porque no somos tontos y nuestro cerebro sabe perfectamente que nos estamos intentando hacer trampas jugando al solitario. Queremos el premio final, aun sin tener muy claro cuál es, y no nos conformamos con las migajas.
Lo gracioso del asunto es que, hasta para esto, la sociedad individualista ha encontrado un filón con el que seguir vendiéndonos su producto.
Primero te aleccionan para que tu mirada esté puesta casi exclusivamente en la meta. Luego te exigen que trabajes la disciplina, entendiéndola como una férrea dictadora que nos obliga a dejar de escuchar nuestras emociones, lo que nuestro cuerpo nos dice, obviando nuestras circunstancias y nuestro contexto. Y por último, cuando todo el sistema fracasa, te dicen que la culpa es tuya por no haberlo intentado lo suficiente.
Estrategia orientada al proceso
Existe una alternativa que quiero evaluar para abordar mis proyectos, mis aficiones o mi trabajo (en la medida que eso sea posible).
Quizá suena contraintuitivo, pero puede ser un buen punto de partida alejarnos de esa visión estrecha y desenfocarla un poco.
Que el objetivo deje de ser la meta y se centre en el proceso.
Antonio Machadodecía eso de «caminante no hay camino, se hace camino al andar» y es una frase que me ha acompañado desde el momento que la escuché por primera vez.
Es simple, pero no por ello sencilla: toda la vida se reduce a transitar. Si vivimos en constante mirada hacia adelante, si nuestro foco está en aquello que está por venir, lo que en realidad estamos haciendo es desperdiciar nuestro tiempo aquí.
Igual es una auténtica estupidez propia de alguna de las innumerables crisis por las que seguramente pasaré a lo largo de mi vida.
O igual me sirve para dejar de preocuparme tanto por el resultado, por terminar, por hacer, por rellenar una lista intrascendente de cosas que a nadie le importan.
Y aprender, de una vez por todas, a disfrutar del camino.
Mucho se ha hablado, se habla y se hablará, de la importancia que tiene la dopamina en nuestra vida diaria. Conocer los efectos que produce en nuestro organismo ha supuesto un salto cualitativo en la comprensión de los procesos mentales y de nuestra conducta. Pero pese a ser una de las grandes protagonistas en muchas de las charlas relacionadas con la psicología, es también una gran desconocida.
¿Qué es la dopamina?
La dopamina es un neurotransmisor crucial para la regulación de múltiples procesos en nuestro cerebro y sistema nervioso central. Desde la coordinación del movimiento hasta la motivación y el placer, la dopamina es esencial para que podamos disfrutar de las experiencias agradables de la vida y buscar más de ellas. Sin embargo, su desequilibrio está detrás de trastornos graves como la enfermedad de Parkinson, la depresión o diferentes adicciones.
¿Qué es un neurotransmisor?
Un neurotransmisor es una sustancia química que se encuentra en el sistema nervioso central y que se encarga de transmitir señales eléctricas y químicas entre las neuronas o células nerviosas. Estas señales son esenciales para la comunicación y el funcionamiento adecuado del cerebro y del cuerpo en general. Cuando una neurona libera un neurotransmisor, este se une a los receptores de otra neurona, generando un impulso eléctrico que se transmite a lo largo de las células nerviosas y permite la comunicación entre ellas. Existen muchos tipos de neurotransmisores, cada uno con una función específica.
¿Cómo se genera la dopamina?
La síntesis de la dopamina se produce a partir del aminoácido tirosina, que se convierte en dopa mediante la acción de la enzima tirosina hidroxilasa. A continuación, la dopa se convierte en dopamina mediante la acción de la enzima dopa-descarboxilasa.
La síntesis de dopamina es un proceso complejo que requiere la presencia de varias enzimas y cofactores. La disponibilidad de tirosina, la actividad de la tirosina hidroxilasa y la dopa-descarboxilasa, y la presencia de cofactores como el hierro y la vitamina B6 son factores que pueden influir en la síntesis de dopamina.
Una vez sintetizada, la dopamina es liberada por las terminales nerviosas de las neuronas dopaminérgicas en las áreas del cerebro que la requieren. La liberación de dopamina se produce cuando las neuronas se activan y se produce un potencial de acción que lleva a la liberación del neurotransmisor. Este actúa en los receptores dopaminérgicos de las neuronas postsinápticas, lo que produce una respuesta en la célula.
La dopamina también se puede recapturar por las neuronas que la liberaron mediante un proceso llamado recaptación. Este proceso es llevado a cabo por una proteína transportadora llamada DAT (transportador de dopamina), que mueve la dopamina de vuelta a la neurona que la liberó para su almacenamiento y posterior liberación.
Circuitos de la dopamina
Sistema mesolímbico: El sistema mesolímbico es un circuito que se extiende desde el área tegmental ventral (VTA) en el tronco encefálico hasta el núcleo accumbens en el estriado ventral. Este circuito es importante para la motivación, la recompensa y el aprendizaje asociativo. La liberación de dopamina en el núcleo accumbens en respuesta a estímulos placenteros o recompensantes puede reforzar la conducta asociada con esos estímulos.
Sistema mesocortical: El sistema mesocortical es un circuito que se extiende desde el área tegmental ventral hasta la corteza prefrontal medial y dorsolateral. Este circuito está involucrado en el control cognitivo, la toma de decisiones y la regulación emocional. La disfunción del sistema mesocortical puede contribuir a la sintomatología de la esquizofrenia y otros trastornos psiquiátricos.
Sistema nigroestriatal: El sistema nigroestriatal es un circuito que se extiende desde la sustancia negra hasta el estriado dorsal. Este circuito es importante para el control motor y la coordinación. La pérdida de neuronas dopaminérgicas en la sustancia negra puede causar la enfermedad de Parkinson.
Sistema tuberoinfundibular: El sistema tuberoinfundibular es un circuito que se extiende desde el hipotálamo hasta la glándula pituitaria. Este circuito regula la liberación de prolactina, una hormona que juega un papel importante en la lactancia y la reproducción.
Como véis, son muchos los circuitos en los que la dopamina está presente. Esto hace que las implicaciones de su correcta regulación se extiendan a muchas condutas, respuestas emocionales e incluso teniendo impacto en la coordinación motora.
De ahí que protagonice la mayoría de «recetas mágicas» que nos prometen la felicidad eterna: la dopamina se dice que es, en muchos aspectos, la piedra filosofal de esa felicidad.
Activación de la dopamina
La dopamina se activa en el cerebro cuando hay una liberación de este neurotransmisor desde las neuronas que lo sintetizan y almacenan. Esta liberación se produce en respuesta a diferentes estímulos y situaciones, y puede ser modulada por diversos factores.
Estímulos placenteros: La dopamina se libera en el sistema mesolímbico cuando se experimentan estímulos placenteros como la comida, el sexo, las drogas, la música, el ejercicio y otras actividades gratificantes. Estos estímulos pueden reforzar la conducta asociada con ellos, y la liberación de dopamina puede ser importante en el proceso de aprendizaje y motivación.
Estrés: La dopamina también se puede liberar en respuesta a situaciones de estrés. El estrés agudo puede aumentar la liberación de dopamina en el núcleo accumbens y otros circuitos dopaminérgicos, lo que puede estar relacionado con la respuesta de «lucha o huida».
Estimulación sensorial: La estimulación de los sentidos, como la vista, el olfato o el oído, también puede aumentar la liberación de dopamina en el cerebro. Por ejemplo, la visión de imágenes agradables o la escucha de música estimulante puede aumentar la liberación de dopamina en el núcleo accumbens.
Drogas: Las drogas que tienen efectos sobre el sistema dopaminérgico, como la cocaína, la anfetamina y el alcohol, pueden aumentar la liberación de dopamina en el cerebro, lo que puede ser responsable de los efectos placenteros y adictivos de estas sustancias.
Estos factores dan buena muestra de esa relación directa entre la segregación de la dopamina y la sensación de felicidad: su presencia es condición necesaria.
No obstante, hemos de pensar en ella como en un sistema de comunicación de nuestro cerebro: la segregación de dopamina lo que nos indica es que nuestro cuerpo está enviando mensajes para activar mecanismos emocionales, sensoriales, motores o de conducta, pero no es necesariamente algo positivo.
Por ello creo que es importante recalcar que la dopamina no es sinónimo de felicidad, sino de conexión neuronal.
El impacto de la dopamina en la vida cotidiana
La dopamina es, por tanto, un elemento más de la cadena de conexión de nuestro organismo y por ello se la relaciona con múltiples procesos:
Motivación: La dopamina está involucrada en la regulación de la motivación, y su liberación en el cerebro puede aumentar el deseo de realizar ciertas actividades o alcanzar ciertas metas. Por ejemplo, la liberación de dopamina en el sistema mesolímbico puede ser responsable de la sensación de «placer» que se experimenta al alcanzar una meta o lograr un objetivo.
Aprendizaje: La dopamina también está involucrada en el aprendizaje y la memoria, y su liberación puede fortalecer las conexiones sinápticas entre las neuronas que están involucradas en la realización de una tarea o la adquisición de una habilidad. Esto puede ayudar a mejorar el rendimiento y la eficiencia en las tareas.
Emociones: La dopamina también puede afectar el estado de ánimo y las emociones, y su disfunción puede contribuir a trastornos del estado de ánimo como la depresión y el trastorno bipolar.
Control motor: La dopamina es importante para el control motor, y su disfunción puede contribuir a trastornos motores como la enfermedad de Parkinson.
Adicción: La dopamina también está involucrada en el proceso de recompensa y adicción, y su liberación puede ser responsable de los efectos placenteros y adictivos de ciertas drogas y comportamientos adictivos, como el juego compulsivo y la adicción a la comida.
Conclusiones
La dopamina es, en definitiva, parte de la red de comunicaciones que emplea nuestro cerebro para regular nuestra vida.
Una red neuronal que coordina cómo actuamos y cómo nos sentimos, siendo vital mantenerla en buen estado. Al igual que un cableado de red, necesitamos que nuestro sistema de comunicación interno funcione bien.
Esto se consigue manteniendo unos niveles de dopamina regulados y saludables y, para ello, podemos hacernos valer de algunos consejos básicos:
Ejercicio físico: El ejercicio regular puede aumentar los niveles de dopamina en el cerebro. Se recomienda realizar actividades físicas de forma regular, como caminar, correr, nadar, andar en bicicleta o levantar pesas.
Alimentación saludable: Consumir una dieta saludable y equilibrada es importante para mantener los niveles de dopamina en el cerebro. Los alimentos ricos en tirosina, como el pollo, el pavo, el pescado, los huevos, los productos lácteos, los frutos secos y las legumbres, pueden ayudar a aumentar los niveles de dopamina.
Descanso adecuado: El sueño es esencial para la regulación de los niveles de dopamina en el cerebro. Se recomienda dormir entre 7 y 9 horas al día para mantener un equilibrio adecuado.
Reducir el estrés: El estrés crónico puede disminuir los niveles de dopamina en el cerebro. Es importante tomar medidas para reducir el estrés, como practicar técnicas de relajación, como la meditación o el yoga.
Actividades placenteras: Participar en actividades que produzcan placer o disfrute, como escuchar música, bailar, leer o socializar, puede aumentar los niveles de dopamina en el cerebro.
Evitar el abuso de sustancias: El abuso de sustancias, como el alcohol, la nicotina y las drogas, puede disminuir los niveles de dopamina en el cerebro a largo plazo. Es importante evitar el consumo excesivo o adictivo de estas sustancias.
En nuestras manos está convertir a la dopamina, ese neurotransmisor que comunica en nuestro cuerpo, en la verdadera hormona de la felicidad.
En el mundo actual, en el que estamos más conectados que nunca, asistimos a una propagación de comportamientos «universales» cada vez mayor.
A popularizar estas tendencias, como es obvio, ha ayudado disponer de múltiples canales desde donde somos bombardeados insistentemente con patrones de comportamiento a imitar.
La mayoría de estos patrones pueden parecer a simple vista inocuos, infantiles y sin excesivo impacto en nuestra vida, pero muchos de ellos impregnan nuestra conducta con mecanismos asociados a un determinado rol y una determinada forma de pensar.
La cultura de la hipérbole
Quizá uno de los más importantes que he podido percibir: tanto por su rápida progresión como por el evidente impacto en la gran mayoría de nosotros, es lo que he llamado la cultura de la hipérbole.
Nuestra naturaleza nos empuja a observar todo desde un prisma egocéntrico: entendemos nuestro entorno desde nuestra perspectiva. Eso nos convierte en actores principales de nuestro relato y ahí es donde se cuela esta nueva forma de entender ese relato: la necesidad de convertirlo en antológico.
Hoy más que nunca somos personajes públicos: tengamos 2 o 2 millones de seguidores en redes sociales, la inmensa mayoría proyectamos nuestras vidas (la parte que nos interesa) hacía el resto de nuestra red social. En esa construcción de una historia protagonizada por nosotros mismos no caben medias tintas, ya no se conciben historias mediocres porque esas historias hace ya mucho tiempo que dejaron de vender.
En la sociedad hiperbólica el «me gusta» es la moneda corriente y no se consigue trabajando más, sino impactando mejor.
Si todo es histórico, nada es histórico
En ese afán por alcanzar siempre una cima más alta que la anterior se termina llegando a la paradoja de normalizar lo extraordinario: lo alternativo es lo mainstream.
Si todos vivimos momentos históricos, si cada día se alcanza un hito para el recuerdo, en realidad nada lo es ya.
Es una carrera ciega a ninguna parte y llegará el momento en el que no podamos seguir corriendo.
Además, toda historia exige su parte de fracaso, su realidad dura, para poner en valor el éxito si se consigue, y en esto a cultura de la hipérbole ha jugado sus cartas manipulando también ese elemento. Todos los que hoy alcanzan el techo legendario de sus vidas, lo han hecho tras esfuerzos excepcionales.
El relato exige su cuota de sacrificio y la hipérbole no se da solo al alcanzar la cima, sino al valorar también el ascenso a la misma.
El castillo es de cartón piedra
Las consecuencias de construir un relato vital basado exclusivamente en exageraciones las vamos viendo cada día más, tanto en nuestra generación como en las siguientes.
Silenciosamente hemos ido desensibilizando a nuestras mentes ante el impacto de lo diferencial y llegado el momento, nada nos resulta atractivo, nada nos parece diferente.
Si el ser humano se caracteriza por algo es por su curiosidad. La curiosidad es la fuente de la mayoría de nuestros logros, tanto como sociedad, como individualmente. Si eliminamos la curiosidad, o más bien la exprimimos hasta agotarla, perdemos gran parte de nuestro interés vital y eso nos terminará pasando factura tarde o temprano.
En parte es como si estuviéramos sustityendo la curiosidad por la necesidad de ser: ahora resultan menos interesantes las historias de los demás, porque por encima de ellas está la nuestra, que es más importante, más increíble.
En definitiva, seguimos en esa caída libre que nos aleja de la empatía y nos sume en el desierto del individualismo: más conectados que nunca, más solos que nunca.
Las historias también pueden ser normales
Como todo movimiento cultural y social, llegará el momento del retorno. La sociedad y el individuo caminarán en la dirección contraria y veremos cómo muchos se apresuran a subirse al barco de la normalidad.
La hipérbole dejará paso a lo cotidiano y se nos venderá, porque de eso trata todo, que las mejores vidas son las normales porque encierran la esencia del ser humano corriente.
Hoy no somos distintos a hace 2000 años, simplemente nos damos la chapa más a menudo y entre más personas.
Regresaremos, quiero creer, a una visión más colectiva de la sociedad. En algún momento el individualismo dejará de ser atractivo y los beneficios de trabajar verdaderamente en sociedad sobresaldrán al afán de protagonismo.
Mientras tanto, saber surfear las olas de las tendencias es lo que nos va a mantener medianamente cuerdos.
Una de las dudas más repetidas a lo largo de toda mi etapa educativa (que ya dura más de 20 años) ha sido la relacionada con la metodología a la hora de enfocar la adquisición de una nueva habilidad.
En concreto encontrar la respuesta a qué es más necesario al comienzo, una profunda base teórica que nos proporcione seguridad en el conocimiento o enfocarnos en el apartado práctico y en los resultados que la experiencia nos facilita.
La teoría es necesaria, pero no te vuelvas loco.
La teoría es asesinada tarde o temprano por la experiencia.
Albert Einstein
Una primera aproximación exige establecer unos mínimos. De nada sirve ejercitar una habilidad si desconocemos lo básico sobre ella. Por eso es fundamental que nos obliguemos a asegurar una base sólida de conocimiento.
Esto nos va a permitir aventurarnos en el terreno práctico con garantías de éxito.
No obstante, hay que tener cuidado con no abusar de esta fase. Debemos huir de la trampa de una autoexigencia desmedida que nos bloquee el progreso.
Hay un determinado momento en el que el esfuerzo en adquirir nuevos conocimientos va a tener un impacto cada vez más limitado en nuestra habilidad con la materia.
Será entonces el momento de poner en práctica la teoría.
Practica todo lo que puedas, pero sabiendo lo que haces.
Necesaria es la experiencia para saber cualquier cosa
Séneca
Una vez adquirida una base consistente de conocimientos debemos dar el paso de ponerlos a prueba.
La práctica es, en esencia, la consolidación de la teoría a través de la experiencia.
Y es en la experimentación donde reconoceremos las carencias teóricas que necesitamos resolver.
Es por eso que, al igual que sucedía con la teoría, debemos afrontar esta fase con las garantías necesarias: de poco sirve lanzarse a practicar sin saber qué estamos haciendo.
Experimentar no es sinónimo de hacer, sino de probar, y las diferencias entre ambas acciones son notables: el ejercicio de la experimentación exige un conocimiento previo y una idea clara de qué conocimientos buscamos evaluar o adquirir.
Sólo así la práctica tendrá un peso específico en el propósito de adquisición de una habilidad. Seremos más eficientes y alcanzaremos nuestros objetivos en menor tiempo y con menor esfuerzo.
El equilibrio se adquiere con el tiempo.
A pesar de que pueda parecer sencillo, alcanzar ese punto de equilibrio entre teoría y práctica no es sencillo: depende de muchos factores, entre ellos, nuestra propia forma de adquirir conocimientos. Para algunos, unas pocas horas de teoría serán suficientes antes de lanzarse a probar cosas. Para otros, en cambio, esta primera fase exigirá más dedicación.
Lo fundamental es que, sean cuales sean nuestros tiempos, se trate de un proceso controlado. Sepamos en todo momento dónde estamos, qué buscamos encontrar y hacia dónde nos dirigimos.
A partir de ahí, todo se reduce a asegurarnos de que disfrutamos del proceso.
Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria. Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.
Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.
Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.
No necesitamos aprovechar el tiempo
La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.
Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.
La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.
A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.
La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.
¿Qué significa aprovechar?
Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.
Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.
Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.
Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.
Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.
Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.
Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.
Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.
El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.
De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.
Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.
En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.
Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.
La ausencia de preocupación.
Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.
Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.
No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.
La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
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