Corría el verano del año 2010 cuando nos sumergíamos de lleno en una crisis donde los brotes verdes habían dado paso a los agujeros negros.
La gente empezaba a darse cuenta que la cosa iba para largo, Zapatero seguía siendo presidente del gobierno y España luchaba por labrarse un lugar en la historia del Olimpo futbolístico.
Y en esas que nos dio por emprender.
Emprender, que para empezar, ni conocíamos esa palabra. «Montar una empresa», «tener un proyecto», «dar forma a una idea», nos podían llegar a sonar, pero la traducción más o menos acertada del americano «entrepeneur» nos arrojaba como resultado: emprendedor.
¿Qué significaba eso?
Si buscamos la definición de Emprender en el DRAE, nos dice esto:
Acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro.
(El destacado es mío).
Al final todo se reducía a lo siguiente: teníamos una idea, estábamos en crisis y nos decían que la crisis era el mejor momento para «emprender» y en eso que nos pusimos.
Empezamos a entender qué era eso del «Community Management», el «branding», el «márketing directo», a hablar de planes de negocio, de punto crítico, de producto mínimo viable, de estudios de mercado y de un sinfín de términos que bien podrían dar lugar a un dialecto del propio castellano: el emprenderil.
Palmadas en la espalda, vuestra idea es cojonuda, os forraréis seguro. Todo eso era una constante en todas y cada una de las charlas/conferencias a las que cualquiera acudiese. Supongo que de haber existido, el detector de autofelaciones habría explotado en alguna de ellas.
Una orquesta perfectamente sincronizada cuyo objetivo era, sencillamente, dar de comer a ese insaciable ego del que se considera futuro conquistador del mundo, el Jobs de Villagarcía de Abajo.
Estamos en 2014, han pasado ya unos cuantos años desde aquel verano del 2010, que bien podría ser una canción de amor, y de aquellos barros, estos lodos.
El mensaje se ha mantenido, las condiciones han empeorado, los que en su momento eran conferenciantes ahora son gurús y han dejado paso a nuevos «iluminados» todavía más incompetentes y profanos en la materia. La gente ha comulgado con la idea que muchos han querido transmitir intencionadamente: emprender es gratis y te haces rico. Mira al tipo de Facebook. Y esa incansable máquina de venta de éter como bien inmaterial no ha dejado de funcionar ni por un segundo.
Luego, eso sí, se han dedicado a cortar y pegar miles de frases motivacionales extraídas de algún libro de autoayuda, a plagar sus cuentas de Facebook, Twitter o sus blogs de verborrea superficial para dejar claro que el esfuerzo y la confianza en uno mismo son fundamentales.
Por desgracia, en un país como el nuestro de extremos, hemos pasado de la casta empresarial de finales de siglo XX anclada en conceptos propios del XIX a crear una corriente empresarial donde impera la venta de humo, a menudo proporcionada por personas de dudosa credibilidad y experiencia en la materia, y que nos ha llevado a crear una nueva burbuja, que tarde o temprano explotará: la burbuja del emprendimiento.