Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria. Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.
Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.
Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.
No necesitamos aprovechar el tiempo
La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.
Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.
La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.
A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.
La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.
¿Qué significa aprovechar?
Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.
Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.
Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.
Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.
Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.
Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.
Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.
Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.
El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.
De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.
Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.
En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.
Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.
La ausencia de preocupación.
Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.
Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.
No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.
La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
La pobre paloma de Skinner.
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
Comienza un verano atípico y nos pilla a todos inmersos en una fase de transición tras muchas semanas metidos en casa.
El confinamiento ha sido un suceso totalmente inesperado que, nos guste o no, no solo nos ha pasado factura en nuestra forma física, sino que ha tenido una importante incidencia a nivel psicológico
Cómo nos ha afectado
Nuestro cuerpo y en especial nuestro cerebro funcionan siguiendo los conocidos procesos homeostáticos: esto no es más que la tendencia innata a buscar situaciones de equilibrio. Por eso tenemos una capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que nos permite sobrevivir ante los cambios.
Lo que sucede es que esta adaptación lleva asociado un coste necesario. Tras la sorpresa y la incertidumbre que produjo la obligación de permanecer en casa, de iniciar el trabajo de forma remota o de estar rodeado de la familia las 24 horas del día, sentimos que nos “acostumbrábamos” al cambio.
Esa adaptación trajo la generación de nuevas rutinas y la aparición, de forma indirecta, de nuevas conductas aprendidas: desde cosas tan sencillas como no olvidarse la mascarilla al salir de casa como desarrollos más complejos asociados con trastornos relacionados con las enfermedades (TOC, TEPT, etc.)
Claves para minimizar su impacto
Pese a que hemos vuelto a una especie de normalidad pre-COVID, nada más lejos de la realidad. Debemos ser conscientes de que todavía no estamos al final de este duro camino combatiendo a la enfermedad y que, además, esta nueva adaptación a la nueva realidad no va a ser directa.
Por eso os propongo algunas ideas que hagan de este aterrizaje en la nueva realidad algo un poco menos forzoso y más llevadero.
Aceptar la nueva normalidad
Un paso previo crucial para llevar a cabo esta adaptación es asumir que esta mal llamada normalidad nueva, no es más que una fase de anormalidad más con las libertades ligeramente extendidas. Seguimos metidos de lleno en un proceso a escala global de lucha contra una enfermedad grave y contagiosa.
Que podamos hacer más cosas que hace dos semanas no significa que podamos recuperar nuestra vida anterior. Las cosas han cambiado y hemos de aceptar ese cambio.
Nuevas rutinas
Al hilo de esa aceptación de la nueva normalidad vendría la creación de nuevas rutinas. De poco sirve empeñarnos en recuperar nuestra vida antes de que estallase la pandemia, pero sí que es importante recuperar la sensación de control que perdimos el mismo día que nos dijeron que no podíamos salir de casa.
Los seres humanos estamos muy acostumbrados a vivir en entornos controlados y cualquier elemento que ponga en riesgo esa situación es un generador puro de ansiedad y malestar.
Una forma de combatir estas emociones es, precisamente, creando nuevas rutinas que nos permitan tener un día a día relativamente predecible.
Es un buen momento para iniciarnos en algún hobby, para empezar algún proyecto, para aprender alguna habilidad y hacerlo de forma periódica nos terminará por transmitir que volvemos a tener el mando de nuestra vida.
Actividad física
Lo de “mens sana in corpore sano” no solo es una buena frase de márketing. También es una necesidad que tenemos que cubrir. Está claro que a este verano ya no llegaremos para lucir abdominales, pero las endorfinas que segregamos tras realizar algún deporte y todavía mejor si es al aire libre, son vitales para mantenernos sanos y alegres durante todo este proceso.
Actividad de ocio
Ligado al deporte, ligado también a esas nuevas rutinas, está en qué vamos a dedicar nuestro tiempo de ocio. Esta nueva normalidad viene con muchas limitaciones y hemos de ser conscientes de ellas. Pero, a pesar de ellas, el tiempo libre es algo fundamental que debemos cuidar. Nueva normalidad implica, en este caso, nueva forma de pasar nuestro tiempo libre. Quizá debamos posponer nuestro viaje a las Islas Fiji y cambiarlo por unos buenos paseos por la sierra de Asturias.
Relaciones personales
Por último, y probablemente más importante, es que debemos seguir potenciando, aún en la distancia en algunos casos, nuestra red social. Es fundamental en contextos como el actual, tan llenos de incertidumbre y de miedos, la red de seguridad que proporciona nuestro entorno: amigos, familiares, parejas… El confinamiento ha supuesto una prueba de estrés para muchos de estos vínculos y es momento de relajar y reconstruir. Cuidar esas relaciones personales es clave para enfrentarnos acompañados a los desafíos que esta pandemia global está trayendo e, irremediablemente, traerá en el futuro a corto plazo.
La llegada del COVID-19 a suelo español y las posteriores
medidas de confinamiento de la población decretadas por el Estado han hecho que
los ciudadanos tengamos que enfrentarnos a una serie de desafíos en nuestra
vida cotidiana. Uno de ellos y quizá el más importante por detrás del de frenar
la curva de expansión del virus, es el de preocuparnos por nuestra salud
mental.
Muchos hemos empezado a teletrabajar desde casa, otros, con
contextos laborales más impactados por el confinamiento, se han visto envueltos
en ERTEs o situaciones laborales más precarias y, por supuesto, están aquellos
que día a día luchan por mantener la normalidad acudiendo a sus puestos de
trabajo para luego volver al confinamiento. En todos los casos, nos toca vivir
un día a día incierto y hacerlo la mayor parte del tiempo desde casa.
El ser humano es un animal de costumbres y, por ello,
requiere de esa sensación de control que le permita percibir que todo a su alrededor
funciona tal y como se espera. La rutina, que tanto ha podido llegar a
agobiarnos en otros momentos de nuestra vida, aparece ahora como un elemento
fundamental sobre el que debemos intentar instaurar nuestras actividades
diarias.
Aquí van cinco consejos sencillos de seguir que van a
permitirnos recuperar en parte esa sensación de que las cosas siguen igual, que
todo parece estar en orden y controlado y que la situación ha dejado ya de
desbordarnos.
1. Compartimenta tu tiempo.
El primero de los consejos es probablemente el más
fundamental. El estar en casa todo el tiempo nos genera la tendencia a que el
tiempo se difumine y no sepamos ni la hora que es ni el día en el que vivimos.
Utiliza un horario visible que defina con claridad qué horas vas a dedicar a qué y trata de seguirlo todo lo que sea posible.
Divide el tiempo de trabajo y de ocio y trata de diferenciarlos incluso en sitios distintos de la casa: uno para el despacho / otro para el resto de tu día. Si no puedes, cambia la configuración de tu despacho cuando hayas terminado de trabajar/estudiar.
El objetivo es enviar la señal al cerebro de que hemos “acabado” con el trabajo y estamos “empezando” con el tiempo libre y se ha definido una frontera temporal para eso.
2. Cambia lo mínimo posible tus hábitos.
Es esencial que mantengas, en la medida de lo posible, los hábitos adquiridos antes del confinamiento: procura levantarte a la misma hora, seguir las mismas rutinas que seguías antes de ir al trabajo/universidad/instituto, ponte ropa de calle para empezar tu jornada y cámbiate, si así lo hacías, al terminarla.
Haz los descansos que solías hacer (para almorzar, comer, tomar café) y trata de seguir un esquema de tiempo de características lo más similares a las que tenías hace unas semanas.
Con eso estaremos diciéndole a nuestra mente que, aunque las
circunstancias aparentemente han cambiado, nuestra vida sigue manteniendo un
ritmo similar y eso alejará la sensación de incertidumbre y descontrol que
suele apoderarse de nosotros en estos momentos.
3. Aléjate del exceso de información.
Otro de los grandes focos de preocupación y que termina
redundando en nuestro rendimiento y nuestra estabilidad mental es la
sobreexposición a la información a la que nos vemos sometidos en estos días:
huye de estar constantemente leyendo artículos, noticias, grupos de WhatsApp,
etc., que solo aportan, o bien información redundante o bien un sinfín de bulos
sin contrastar que solo generan todavía más confusión.
Decide en qué momento vas a querer informarte de algo y el resto del día procura mantenerte alejado de la información. Aunque resulte complicado en esta época donde nos vemos expuestos a múltiples fuentes de información a la vez, necesitamos desconectar de ellas y es un ejercicio que debemos hacer de forma consciente: apaga el móvil y la tele durante un rato.
4. Focalízate en tus proyectos y tus hobbies.
Quizá uno de los aspectos positivos que trae este confinamiento es que nos enfrentamos a una realidad con bastante más tiempo libre del que estábamos acostumbrados. Es fundamental que ese tiempo libre se traduzca en tiempo empleado para que, al final de día, no alberguemos esa desagradable sensación de que no hemos hecho nada más que ver pasar las horas.
Estamos viviendo un momento excepcional y tal vez sea
también el indicado para sumergirnos en todos aquellos proyectos o hobbies que
llevaban tiempo cogiendo polvo a la espera de que dispusiéramos de tiempo. Dedicarles
tiempo a aquellas cosas que nos generan bienestar contribuirá a mantenernos
activos y con un ánimo elevado. Nos hará sentir útiles y despertará nuestro
interés por nuevas ideas.
Si los próximos días no vas a trabajar, es momento de planificar un objetivo concreto: aprender un idioma, estudiar esta materia, formarse en algo que siempre te haya interesado, etc. Hazlo en lo que en su día fue tu horario laboral y, así, tratar de conservar lo que puedas tu rutina diaria.
5. Mantente activo y descansa.
Nuestra mente sólo funciona bien si nuestro cuerpo está en
buenas condiciones. Por eso, para una salud mental en condiciones, nos tenemos
que obligar a mantener un cuerpo sano.
Así, volviendo al punto uno, dentro de ese horario de actividades, debemos incluir de alguna forma, las actividades deportivas. Hay cientos de recursos gratuitos en Internet que nos van a permitir activar nuestro cuerpo: Yoga, Body-Pump, Combat, Zumba… Decenas de variantes para un mismo fin: elevar nuestras pulsaciones, sudar y segregar endorfinas.
El descanso y la alimentación son los otros dos pilares que debemos esforzarnos en mantener en pie. La ansiedad puede llevarnos a querer comer a deshora y a terminar acostándonos a horas intempestivas, por eso, ese horario definido va a contribuir a que nos obliguemos a comer sólo cuando lo habríamos hecho en un día normal y a irnos a la cama con la naturalidad con la que lo hacíamos hace unos meses.
Al final todo se reduce a que nos encarguemos, de forma
activa, de mantener nuestra sensación de control sobre lo que sucede en nuestra
vida y a nuestro alrededor.
Son tiempos complicados y nos enfrentamos hoy, y nos enfrentaremos
mañana, a desafíos de distinta índole que pondrán a prueba nuestra estabilidad
mental. Pero los seres humanos hemos llegado hasta aquí por nuestra inquebrantable
capacidad de adaptación ante las circunstancias que nos aparecen: fuimos, somos
y seremos capaces.
En mi lista de propósitos anual he descubierto que hay dos grandes categorías de objetivos.
Por un lado están los propósitos temporales, las motivaciones que son flor de un día (o de un año), que nacen de circunstancias puntuales, modas, intereses que vienen y luego terminan yéndose. Estos propósitos duran lo que tarda en llegar el momento de volver a pensar en un nuevo año: ahí las circunstancias han cambiado, las modas pasajeras desaparecen, los intereses se redirigen o, sencillamente, dejan de interesar.
En el otro lado de la lista están los propósitos de siempre. Los que me han acompañado toda la vida y que, a pesar de representar en sí mismos la prueba de que «nunca llegaré a cumplirlos», siguen perpetuándose año tras año.
Entrecomillo lo de nunca llegaré a cumplirlos porque ahí está la clave. No se trata tanto de la cantidad de propósitos, ni siquiera de su dificultad aparente. Aquello que hay detrás de mi fracaso a la hora de cumplirlos es mi percepción de qué significa haberlo hecho, de cómo mido un objetivo cumplido.
En una mentalidad tan acostumbrada a un mundo binario como la mía, cuesta definir situaciones intermedias. Y en una realidad tan alejada de contextos polarizados, tan difícil de parametrizar entre el blanco y el negro, existen pocas cosas que puedan etiquetarse de esta forma.
Es en esa relación de complicado encaje donde mis propósitos anuales tratan de existir. Interviniendo en fechas señaladas, como ahora, para recordarme que no he dejado de querer las mismas cosas: saber más, llevar a cabo aquel proyecto que inicié hace dos años, dedicar más tiempo a lo que me apasiona (si alguna vez existió) y, en definitiva, acercarme algo a ese yo ideal que he tenido siempre en mi cabeza.
Este año volveré a hacer esa lista. Volveré a escribir todas esas cosas que me encantaría hacer y que no he sabido o no he podido terminar. Lo hago más por tradición que por su efectividad, que igual que las listas mágicas para cumplir objetivos o los 5 trucos que te harán más feliz, son una especie de Reyes Magos de la psicología. Existen solo de forma ilusoria en nuestra cabeza.
Lo que he aprendido tras todos estos años de propósitos fallidos es que, en su lento discurrir hacia el fracaso, han ido dejando en la cuneta muchos pequeños éxitos. Logros que pasan desapercibidos eclipsados por ese enorme menhir que son los objetivos estáticos, tan ambiguos, tan difíciles de categorizar. Y en cada uno de esos diminutos pasos hacia adelante, en definitiva, es donde me veo avanzando en el propósito más importante de mi vida: intentar cada año ser un poco más feliz.
Una de las consecuencias de hacerse mayor es que la mitad de
las cosas que creías verdades absolutas hace 10 años ahora no te las crees ni
aunque te paguen por ello.
De entre esas medias verdades destaca una que es para mí de
un divertido sangrante: esa imagen idílica del amor perfecto y para siempre.
Condenados como andamos con las redes sociales y la cultura de lo inmaculado,
nos movemos por las movedizas arenas de una vida donde los errores emocionales
suelen terminar pagándose tarde y a un precio elevado.
El amor ni es perfecto, ni, estadísticamente hablando, es
para siempre. Pero pese a todo, como buenos seres humanos que somos, nos
empeñamos hasta el hastío por convertirnos en salmones del cauce de un río que
lleva millones de años transcurriendo igual.
Que no sea perfecto lo asumimos tarde o temprano. Bien
porque de tanto besar la lona reconocemos que compramos la moto que nos
vendían, admitimos que las medias naranjas solo sirven para hacer zumo y
entonces comenzamos la aventura de aceptarnos a nosotros mismos primero y a
nuestra compañía después. O bien porque nos convertimos en expertos en
maquillaje y retoque y nos vale con vivir engañados lo que nos resta de vida.
Lo de que no sea para siempre ya nos molesta un poco más.
Acostumbrados como estamos a amores de dos horas con final feliz, construimos
en nuestro imaginario un proyecto vital que, entre otros aspectos, incluye a
nuestra pareja ideal como epílogo de nuestra vida. Como si al encontrarla
estuviésemos escribiendo ya las últimas palabras de nuestra historia. Una
especie de cima coronada. De objetivo fundamental cumplido. Y claro, pasa que
describimos con mimo y todo lujo de detalles la cita perfecta, la noche de
pasión soñada, el viaje a Japón y la boda en Las Vegas. Si me apuras, hasta nos
aventuramos a imaginarnos el día que nos enseña entre lágrimas el predictor y
nuestra vida cobra el sentido que parece que no tenía hasta entonces.
Y, de repente, sucede que hay una nueva mañana. Te
despiertas y te encuentras con un nuevo capítulo que escribir en esa novela que
creías terminada. Descubres que la imagen del amor estático y para siempre es
uno de esos anuncios de teletienda.
El amor es, en realidad, un ejercicio de decisión. Todos los
días, sin excepciones, decides compartir tu mundo y todo lo que eso conlleva,
con la persona que se despierta a tu lado.
Si piensas que no lo estás haciendo es porque ese ejercicio
se lo estás cediendo a algo o alguien: a las circunstancias, a la inercia, a tu
pareja, al tarot o a tu santísima madre que no puede verte soltero y acumulando
gatos.
Esa decisión implica, además, que tenemos el derecho a
ejercer nuestra libertad individual. Decidimos amar, o más bien deberíamos
decidir amar porque nos compensa. Y si un día te despiertas y descubres que
llevas tiempo equivocándote, no pasa nada. Si vemos bien rescindir nuestro
contrato con Vodafone cuando cambian las condiciones del servicio, no veo por
qué no hacer lo mismo si nuestra relación ha dejado de aportarnos lo que
necesitamos.
No está la vida como para andar regalando días escondidos
detrás de excusas.
Lo que ocurre es que decidir es una actividad de riesgo que
conlleva actuar ejerciendo una responsabilidad absoluta sobre lo que decidimos.
Nadie nos enseñó a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones y a estas
alturas uno llega a pensar que es tarde para aprender, que quizá no merece la
pena el esfuerzo. Muchos se siguen empeñando en creer esa visión de un amor que
fluye bajo el torrente de la pasión desmedida, de los no puedo vivir sin ti, de
mi vida eres tú y sin ti no soy nadie, hipotecando inconscientemente su futuro.
Pero la realidad es otra. Uno no ama, no se deja llevar. Uno
decide amar. Como uno decide luchar por un futuro mejor o decide sentarse a
esperar a que la vida pase.
Y en esa capacidad de decisión radica el éxito de nuestras
relaciones personales, de nuestras posibilidades de ser verdaderamente felices.
El mueble que hay en el comedor de casa de mis abuelos es un mueble de esos de toda la vida. Grande. Enorme. Tanto que uno no alcanza a contar los huecos, estantes y vitrinas que tiene. Una vieja radio hace de director de orquesta en el centro mientras van apareciendo a su alrededor cuberterías, vajillas, copas, botellas de vino y enseres de todo tipo. Tiene incluso una de esas puertas abatibles donde mi abuelo guardaba los licores. Todavía me viene a la memoria el olor a coñac cuando la abríamos para coger los dados y las barajas de cartas en aquella época en la que los primos que nos juntábamos en vacaciones éramos los suficientes para poder jugar a cualquier cosa.
En lo más alto de
ese imponente mueble se muestran las fotografías de las bodas de todos los hijos
de mis abuelos. Todas guardan el mismo patrón: de pie, a los lados, los
padrinos; a veces mis abuelos, a veces mis tíos. Sentados, con una expresión
seria a medio camino entre el pavor y la condescendencia, los novios. Recuerdo
que de pequeño sentía cierta mezcla de miedo y admiración por esas fotos. Había
una parte tétrica en esas imágenes descoloridas de gente seria, engalanada con
lo que suponía habría sido la moda quince o veinte años atrás, con la mirada
fija sobre todos los nosotros, juzgando con severidad con sus miradas. Al mismo tiempo, ver a mis padres o a mis tíos
mostrando esa lozana juventud ponía en entredicho mi concepto de la edad del
universo, que por aquel entonces rondaría la cifra de diez años a lo sumo.
Saco del baúl de
los recuerdos esas fotografías en lo alto del mueble de mis abuelos porque esa
especie de lúgubre visión de todas ellas gobernando por encima de nuestras
cabezas, como invisibles jueces que lo evalúan todo, me ha hecho pensar en que hoy
todavía seguimos encadenados a fantasmas invisibles.
Nos creemos
adalides de una sociedad libre. Libertad que nos conjuramos en ejercer cuando
nuestra vena revolucionaria post-adolescente nos empuja a enfrentarnos a la
realidad de las responsabilidades. Nos decimos que somos libres de elegir
nuestro destino. Que el camino solo lo marcan nuestros pasos.
Todo es una patraña
de proporciones inconmensurables. Nunca fuimos libres. Al menos no lo somos la inmensa
mayoría de nosotros.
De forma sutil
pero permanente, la semilla de la normativa social se planta y germina en
nuestro interior desde bien pequeños. No es algo evidente. Uno no puede
detectarlo a simple vista. Pero existe. La conforman casi todas las relaciones
sociales consideradas aceptables por nuestro entorno, que no hacen sino
reforzar esa imagen de lo que está bien. También está en los gestos de
desaprobación de nuestros padres o nuestros amigos al hablar de una situación
que se sale de esa supuesta normalidad.
Aprendemos a
querer, a desear esa fotografía en lo alto del mueble. Se convierte en nuestro
objetivo vital y entorno a él orbitan todos nuestros pasos. Caminamos, no construyendo
nuestro futuro, sino dirigiéndonos hacia él.
El destino sí
está escrito. Lo escribimos nosotros cuando consciente o inconscientemente
decidimos que el sello de calidad de la felicidad lo establece una hipoteca, una
boda, un hijo y las vacaciones en un apartamento en la playa.
Incluso los que
intentamos razonar en contra de ese dogma nos topamos con el muro de una
construcción mental que lleva años fraguándose a fuego lento. “Está mal”. Está
mal no casarse. Está mal vivir de alquiler. Está mal no tener hijos. Aquellos
valientes que deciden vivir al margen de la normativa suelen ser mirados con miedo
o desprecio. No forman realmente parte de la sociedad. Son el “amigo rarito”
que todos tenemos.
Tu felicidad ya
no la defines tú, la define el número de productos que has tachado ya de esa
lista de la compra vital.
El problema añadido
llega cuando se alcanza el objetivo y colocamos orgullosos nuestra propia foto
en lo alto del mueble.
Es ahí cuando algunos,
tal vez los más afortunados, descubren el engaño. Entienden, quizá por primera
vez en sus vidas, que vivieron encadenados a un propósito invisible. Que sus
caminos los llevaron ahí porque ahí es donde tenían que llevarlos.
Tenían que.
No hay esclavitud
más del siglo XXI que la que traen nuestros fantasmas en forma de “tengo que”. Son
esas cadenas invisibles que nos atan a una sociedad que sigue nutriéndose de
matrimonios felices, de familias sonrientes, de vidas de estudio fotográfico.
Hoy hemos
cambiado el mueble de los abuelos por el marco digital, por las fotos en
Instagram, por las publicaciones de Facebook llenas de palabras vacías
extraídas de algún intento de poeta moderno. Pero seguimos viviendo con las
mismas cadenas.
Mientras, mis abuelos,
mis padres y mis tíos siguen juzgando el paso del tiempo desde lo alto del
mueble. Observan complacientes y con esa mirada sobria parecen querer decir que
todo marcha bien, que las cosas siguen en su sitio.
Esta madrugada se ha
producido un eclipse lunar, ese fenómeno en el que la Tierra se coloca entre la
Luna y el Sol y proyecta su sombra sobre la primera produciendo el extraño
efecto de hacer desaparecer a nuestro satélite del firmamento.
Más allá de lo interesante
del acontecimiento astronómico, es curioso como muchos de nosotros también
sufrimos nuestros propios eclipses.
Al igual que sucede
con los eclipses lunares, algo o alguien aparece en nuestras vidas y se coloca
entre nosotros y nuestra fuente de luz, nos proyecta su sombra y nos termina
por distorsionar. Nos aleja de nosotros mismos y nos convierte en alguien
desconocido.
Los eclipses
personales tienen un componente de riesgo añadido: pueden llegar a ser
permanentes. Si los mantenemos, si les dejamos echar raíces, nos pueden llevar
a desdibujarnos y hacernos perder parte de nuestra identidad.
Tal y como pasa con
los eclipses lunares o solares, que pueden ser predichos con cierta antelación,
también los eclipses personales se pueden detectar antes de que sucedan.
Aquellos que nos rodean pueden llegar a ver algunos signos que los preceden e
incluso llegar a advertirnos. Lo complejo de los eclipses personales es que,
aun habiéndolos identificado, resulta difícil salir de ellos.
Pero no todo es
negativo. Si logramos escapar suelen dejar un poso de aprendizaje en nosotros,
una especie de cicatrices o cráteres en nuestra personalidad, que nos alejan de
futuros fenómenos de características similares al sensibilizarnos ante sus
síntomas. Fortalecen nuestra identidad y nos dan la oportunidad de aprender a enfrentarnos
a los vaivenes de la vida con una mayor sensación de control de nuestras
emociones.
Coincide que esta
madrugada hemos podido ver, además, lo que se conoce como Luna de Sangre. Se
trata de una peculiaridad de algunos eclipses en los que la Luna aparece
completamente teñida de rojo.
Esta alteración lunar,
muchas veces asociada a fenómenos esotéricos o mágicos, tiene detrás, en
realidad, una explicación científica: la Tierra filtra la amplia mayoría de
frecuencias de la luz del Sol pero deja pasar la luz roja.
Y así, como le sucede
a la Luna, nuestros eclipses deciden seleccionar qué filtran y descartan de
nuestra personalidad y qué dejan pasar. Aunque aparentemente nosotros seamos
los mismos, nuestros eclipses terminan desfigurándonos, convirtiéndonos en
caricaturas de lo que un día fuimos o de lo que verdaderamente queremos ser.
Envuelven nuestra existencia de esa atmósfera ilusoria y nos venden realidades
propias de un anuncio de teletienda.
Los eclipses lunares
son acontecimientos únicos, de alguna manera, como también son los personales:
un momento donde lo místico se funde con lo científico y uno no es capaz de
encontrar la frontera entre lo lógico y lo emocional, donde es sencillo
perderse y donde lo más importante, como en casi todo en esta vida, es no alejarnos
demasiado del faro de nuestra identidad.
Cuando tras la deliciosa aunque brutal Animales Nocturnos supe de la existencia de una serie de HBO protagonizada por la irresistible Amy Adams, no lo dudé y me lancé a por ella.
Venía acompañada de una genial crítica y se decía de ella que mezclaba componentes de True Detective (la primera temporada, es decir, la buena), Mindhunter e incluso algo de Hereditary. Con estas referencias, la serie corría un alto riesgo de ser o bien una auténtica joya o un lamentable fiasco.
Y lo cierto es que ha sido lo primero, o incluso mejor.
La serie
Sharp Objects (HBO, 2018), es una serie de 8 episodios de alrededor de una hora de duración que narra la historia de Camille Preaker, una joven periodista que vuelve a su pueblo natal a cubrir la noticia del asesinato de una niña y la posterior desparación de otra.
Su regreso la llevará a rememorar su infancia y, con ella, los fantasmas que la llevan persiguiendo toda su vida.
Así, Camille deberá, por un lado, tratar de desvelar qué y quién hay detrás de la muerte y desaparción de esas niñas, pero al mismo tiempo, por otro, lidiar con sus atormentados recuerdos.
¿Por qué es tan buena?
Más allá de que la trama ya es interesante por sí misma, Sharp Objects destaca por un elemento clave en prácticamente cualquier obra audiovisual: su pluscuamperfecta forma de narrar la historia.
Los personajes que conforman el relato se van descubriendo, poco a poco, al ritmo que impone el discurrir de los acontecimientos. El entorno, un pequeño pueblo de Missouri, contribuye a asentar los cimientos de una narrativa opresora. La construcción de cada uno de ellos es inmensa, en especial la protagonista. En cada escena en la que ella aparece se esbozan las líneas que describen los rasgos de una persona torturada por su pasado y su propia mente.
Y junto a ella, el resto del elenco se suma en esta tétrica pero estéticamente maravillosa ópera, aportando los sonidos que terminan por conformar una melodía dramática, asfixiante, que sume al espectador en una lucha constante por desentrañar las miserias de cada uno de ellos.
El desenlace no solo termina por redondear definitivamente el conjunto de la obra, sino que le añade un epílogo que enmudece al auditorio, que ya solo puede escuchar el zumbido de sus propios pensamientos.
Una delicia en ocho bocados
Ya dicen que el mejor de los perfumes suele venir en frasco pequeño. Sucedió con True Detective, incluso con Westworld. Ocho horas de metraje que sirven a Jean-Marc Vallée para envolvernos en el sofocante pueblo de Wind Gap, en las miradas acusadoras de sus ciudadanos, en los monstruos que toda familia guarda en el armario.
Ocho horas de luces y sombras proyectadas sobre la esencia misma del alma humana.
Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después.
De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.
La traición de las imágenes de René Magritte
La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.
Magritte y las redes sociales
Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial.
Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos.
Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia.
En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.
En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal.
En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.
Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros.
Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto.
¿Y por qué?
Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.
El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.
Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.
Esto no es una vida feliz
Porque no lo es.
Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.
Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»
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