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En mi lista de propósitos anual he descubierto que hay dos grandes categorías de objetivos.

Por un lado están los propósitos temporales, las motivaciones que son flor de un día (o de un año), que nacen de circunstancias puntuales, modas, intereses que vienen y luego terminan yéndose. Estos propósitos duran lo que tarda en llegar el momento de volver a pensar en un nuevo año: ahí las circunstancias han cambiado, las modas pasajeras desaparecen, los intereses se redirigen o, sencillamente, dejan de interesar.

En el otro lado de la lista están los propósitos de siempre. Los que me han acompañado toda la vida y que, a pesar de representar en sí mismos la prueba de que «nunca llegaré a cumplirlos», siguen perpetuándose año tras año.

Entrecomillo lo de nunca llegaré a cumplirlos porque ahí está la clave. No se trata tanto de la cantidad de propósitos, ni siquiera de su dificultad aparente. Aquello que hay detrás de mi fracaso a la hora de cumplirlos es mi percepción de qué significa haberlo hecho, de cómo mido un objetivo cumplido.

En una mentalidad tan acostumbrada a un mundo binario como la mía, cuesta definir situaciones intermedias. Y en una realidad tan alejada de contextos polarizados, tan difícil de parametrizar entre el blanco y el negro, existen pocas cosas que puedan etiquetarse de esta forma.

Es en esa relación de complicado encaje donde mis propósitos anuales tratan de existir. Interviniendo en fechas señaladas, como ahora, para recordarme que no he dejado de querer las mismas cosas: saber más, llevar a cabo aquel proyecto que inicié hace dos años, dedicar más tiempo a lo que me apasiona (si alguna vez existió) y, en definitiva, acercarme algo a ese yo ideal que he tenido siempre en mi cabeza.

Este año volveré a hacer esa lista. Volveré a escribir todas esas cosas que me encantaría hacer y que no he sabido o no he podido terminar. Lo hago más por tradición que por su efectividad, que igual que las listas mágicas para cumplir objetivos o los 5 trucos que te harán más feliz, son una especie de Reyes Magos de la psicología. Existen solo de forma ilusoria en nuestra cabeza.

Lo que he aprendido tras todos estos años de propósitos fallidos es que, en su lento discurrir hacia el fracaso, han ido dejando en la cuneta muchos pequeños éxitos. Logros que pasan desapercibidos eclipsados por ese enorme menhir que son los objetivos estáticos, tan ambiguos, tan difíciles de categorizar. Y en cada uno de esos diminutos pasos hacia adelante, en definitiva, es donde me veo avanzando en el propósito más importante de mi vida: intentar cada año ser un poco más feliz.

Amar decididamente

Una de las consecuencias de hacerse mayor es que la mitad de las cosas que creías verdades absolutas hace 10 años ahora no te las crees ni aunque te paguen por ello.

De entre esas medias verdades destaca una que es para mí de un divertido sangrante: esa imagen idílica del amor perfecto y para siempre. Condenados como andamos con las redes sociales y la cultura de lo inmaculado, nos movemos por las movedizas arenas de una vida donde los errores emocionales suelen terminar pagándose tarde y a un precio elevado.

El amor ni es perfecto, ni, estadísticamente hablando, es para siempre. Pero pese a todo, como buenos seres humanos que somos, nos empeñamos hasta el hastío por convertirnos en salmones del cauce de un río que lleva millones de años transcurriendo igual.

Que no sea perfecto lo asumimos tarde o temprano. Bien porque de tanto besar la lona reconocemos que compramos la moto que nos vendían, admitimos que las medias naranjas solo sirven para hacer zumo y entonces comenzamos la aventura de aceptarnos a nosotros mismos primero y a nuestra compañía después. O bien porque nos convertimos en expertos en maquillaje y retoque y nos vale con vivir engañados lo que nos resta de vida.

Lo de que no sea para siempre ya nos molesta un poco más. Acostumbrados como estamos a amores de dos horas con final feliz, construimos en nuestro imaginario un proyecto vital que, entre otros aspectos, incluye a nuestra pareja ideal como epílogo de nuestra vida. Como si al encontrarla estuviésemos escribiendo ya las últimas palabras de nuestra historia. Una especie de cima coronada. De objetivo fundamental cumplido. Y claro, pasa que describimos con mimo y todo lujo de detalles la cita perfecta, la noche de pasión soñada, el viaje a Japón y la boda en Las Vegas. Si me apuras, hasta nos aventuramos a imaginarnos el día que nos enseña entre lágrimas el predictor y nuestra vida cobra el sentido que parece que no tenía hasta entonces.

Y, de repente, sucede que hay una nueva mañana. Te despiertas y te encuentras con un nuevo capítulo que escribir en esa novela que creías terminada. Descubres que la imagen del amor estático y para siempre es uno de esos anuncios de teletienda.

El amor es, en realidad, un ejercicio de decisión. Todos los días, sin excepciones, decides compartir tu mundo y todo lo que eso conlleva, con la persona que se despierta a tu lado.

Si piensas que no lo estás haciendo es porque ese ejercicio se lo estás cediendo a algo o alguien: a las circunstancias, a la inercia, a tu pareja, al tarot o a tu santísima madre que no puede verte soltero y acumulando gatos.

Esa decisión implica, además, que tenemos el derecho a ejercer nuestra libertad individual. Decidimos amar, o más bien deberíamos decidir amar porque nos compensa. Y si un día te despiertas y descubres que llevas tiempo equivocándote, no pasa nada. Si vemos bien rescindir nuestro contrato con Vodafone cuando cambian las condiciones del servicio, no veo por qué no hacer lo mismo si nuestra relación ha dejado de aportarnos lo que necesitamos.

No está la vida como para andar regalando días escondidos detrás de excusas.

Lo que ocurre es que decidir es una actividad de riesgo que conlleva actuar ejerciendo una responsabilidad absoluta sobre lo que decidimos. Nadie nos enseñó a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones y a estas alturas uno llega a pensar que es tarde para aprender, que quizá no merece la pena el esfuerzo. Muchos se siguen empeñando en creer esa visión de un amor que fluye bajo el torrente de la pasión desmedida, de los no puedo vivir sin ti, de mi vida eres tú y sin ti no soy nadie, hipotecando inconscientemente su futuro.

Pero la realidad es otra. Uno no ama, no se deja llevar. Uno decide amar. Como uno decide luchar por un futuro mejor o decide sentarse a esperar a que la vida pase.

Y en esa capacidad de decisión radica el éxito de nuestras relaciones personales, de nuestras posibilidades de ser verdaderamente felices.

Cadenas invisibles

El mueble que hay en el comedor de casa de mis abuelos es un mueble de esos de toda la vida. Grande. Enorme. Tanto que uno no alcanza a contar los huecos, estantes y vitrinas que tiene. Una vieja radio hace de director de orquesta en el centro mientras van apareciendo a su alrededor cuberterías, vajillas, copas, botellas de vino y enseres de todo tipo. Tiene incluso una de esas puertas abatibles donde mi abuelo guardaba los licores. Todavía me viene a la memoria el olor a coñac cuando la abríamos para coger los dados y las barajas de cartas en aquella época en la que los primos que nos juntábamos en vacaciones éramos los suficientes para poder jugar a cualquier cosa.

En lo más alto de ese imponente mueble se muestran las fotografías de las bodas de todos los hijos de mis abuelos. Todas guardan el mismo patrón: de pie, a los lados, los padrinos; a veces mis abuelos, a veces mis tíos. Sentados, con una expresión seria a medio camino entre el pavor y la condescendencia, los novios. Recuerdo que de pequeño sentía cierta mezcla de miedo y admiración por esas fotos. Había una parte tétrica en esas imágenes descoloridas de gente seria, engalanada con lo que suponía habría sido la moda quince o veinte años atrás, con la mirada fija sobre todos los nosotros, juzgando con severidad con sus miradas.  Al mismo tiempo, ver a mis padres o a mis tíos mostrando esa lozana juventud ponía en entredicho mi concepto de la edad del universo, que por aquel entonces rondaría la cifra de diez años a lo sumo.

Saco del baúl de los recuerdos esas fotografías en lo alto del mueble de mis abuelos porque esa especie de lúgubre visión de todas ellas gobernando por encima de nuestras cabezas, como invisibles jueces que lo evalúan todo, me ha hecho pensar en que hoy todavía seguimos encadenados a fantasmas invisibles.

Nos creemos adalides de una sociedad libre. Libertad que nos conjuramos en ejercer cuando nuestra vena revolucionaria post-adolescente nos empuja a enfrentarnos a la realidad de las responsabilidades. Nos decimos que somos libres de elegir nuestro destino. Que el camino solo lo marcan nuestros pasos.

Todo es una patraña de proporciones inconmensurables. Nunca fuimos libres. Al menos no lo somos la inmensa mayoría de nosotros.

De forma sutil pero permanente, la semilla de la normativa social se planta y germina en nuestro interior desde bien pequeños. No es algo evidente. Uno no puede detectarlo a simple vista. Pero existe. La conforman casi todas las relaciones sociales consideradas aceptables por nuestro entorno, que no hacen sino reforzar esa imagen de lo que está bien. También está en los gestos de desaprobación de nuestros padres o nuestros amigos al hablar de una situación que se sale de esa supuesta normalidad.

Aprendemos a querer, a desear esa fotografía en lo alto del mueble. Se convierte en nuestro objetivo vital y entorno a él orbitan todos nuestros pasos. Caminamos, no construyendo nuestro futuro, sino dirigiéndonos hacia él.

El destino sí está escrito. Lo escribimos nosotros cuando consciente o inconscientemente decidimos que el sello de calidad de la felicidad lo establece una hipoteca, una boda, un hijo y las vacaciones en un apartamento en la playa.

Incluso los que intentamos razonar en contra de ese dogma nos topamos con el muro de una construcción mental que lleva años fraguándose a fuego lento. “Está mal”. Está mal no casarse. Está mal vivir de alquiler. Está mal no tener hijos. Aquellos valientes que deciden vivir al margen de la normativa suelen ser mirados con miedo o desprecio. No forman realmente parte de la sociedad. Son el “amigo rarito” que todos tenemos.

Tu felicidad ya no la defines tú, la define el número de productos que has tachado ya de esa lista de la compra vital.

El problema añadido llega cuando se alcanza el objetivo y colocamos orgullosos nuestra propia foto en lo alto del mueble.

Es ahí cuando algunos, tal vez los más afortunados, descubren el engaño. Entienden, quizá por primera vez en sus vidas, que vivieron encadenados a un propósito invisible. Que sus caminos los llevaron ahí porque ahí es donde tenían que llevarlos.

Tenían que.

No hay esclavitud más del siglo XXI que la que traen nuestros fantasmas en forma de “tengo que”. Son esas cadenas invisibles que nos atan a una sociedad que sigue nutriéndose de matrimonios felices, de familias sonrientes, de vidas de estudio fotográfico.

Hoy hemos cambiado el mueble de los abuelos por el marco digital, por las fotos en Instagram, por las publicaciones de Facebook llenas de palabras vacías extraídas de algún intento de poeta moderno. Pero seguimos viviendo con las mismas cadenas.

Mientras, mis abuelos, mis padres y mis tíos siguen juzgando el paso del tiempo desde lo alto del mueble. Observan complacientes y con esa mirada sobria parecen querer decir que todo marcha bien, que las cosas siguen en su sitio.

Como tiene que ser.

Eclipses

Esta madrugada se ha producido un eclipse lunar, ese fenómeno en el que la Tierra se coloca entre la Luna y el Sol y proyecta su sombra sobre la primera produciendo el extraño efecto de hacer desaparecer a nuestro satélite del firmamento.

Más allá de lo interesante del acontecimiento astronómico, es curioso como muchos de nosotros también sufrimos nuestros propios eclipses.

Al igual que sucede con los eclipses lunares, algo o alguien aparece en nuestras vidas y se coloca entre nosotros y nuestra fuente de luz, nos proyecta su sombra y nos termina por distorsionar. Nos aleja de nosotros mismos y nos convierte en alguien desconocido.

Los eclipses personales tienen un componente de riesgo añadido: pueden llegar a ser permanentes. Si los mantenemos, si les dejamos echar raíces, nos pueden llevar a desdibujarnos y hacernos perder parte de nuestra identidad.

Tal y como pasa con los eclipses lunares o solares, que pueden ser predichos con cierta antelación, también los eclipses personales se pueden detectar antes de que sucedan. Aquellos que nos rodean pueden llegar a ver algunos signos que los preceden e incluso llegar a advertirnos. Lo complejo de los eclipses personales es que, aun habiéndolos identificado, resulta difícil salir de ellos.

Pero no todo es negativo. Si logramos escapar suelen dejar un poso de aprendizaje en nosotros, una especie de cicatrices o cráteres en nuestra personalidad, que nos alejan de futuros fenómenos de características similares al sensibilizarnos ante sus síntomas. Fortalecen nuestra identidad y nos dan la oportunidad de aprender a enfrentarnos a los vaivenes de la vida con una mayor sensación de control de nuestras emociones.

Coincide que esta madrugada hemos podido ver, además, lo que se conoce como Luna de Sangre. Se trata de una peculiaridad de algunos eclipses en los que la Luna aparece completamente teñida de rojo.

Esta alteración lunar, muchas veces asociada a fenómenos esotéricos o mágicos, tiene detrás, en realidad, una explicación científica: la Tierra filtra la amplia mayoría de frecuencias de la luz del Sol pero deja pasar la luz roja.

Y así, como le sucede a la Luna, nuestros eclipses deciden seleccionar qué filtran y descartan de nuestra personalidad y qué dejan pasar. Aunque aparentemente nosotros seamos los mismos, nuestros eclipses terminan desfigurándonos, convirtiéndonos en caricaturas de lo que un día fuimos o de lo que verdaderamente queremos ser. Envuelven nuestra existencia de esa atmósfera ilusoria y nos venden realidades propias de un anuncio de teletienda.

Los eclipses lunares son acontecimientos únicos, de alguna manera, como también son los personales: un momento donde lo místico se funde con lo científico y uno no es capaz de encontrar la frontera entre lo lógico y lo emocional, donde es sencillo perderse y donde lo más importante, como en casi todo en esta vida, es no alejarnos demasiado del faro de nuestra identidad.

Crítica: Sharp Objects (2018)

Cuando tras la deliciosa aunque brutal Animales Nocturnos supe de la existencia de una serie de HBO protagonizada por la irresistible Amy Adams, no lo dudé y me lancé a por ella.

Venía acompañada de una genial crítica y se decía de ella que mezclaba componentes de True Detective (la primera temporada, es decir, la buena), Mindhunter e incluso algo de Hereditary. Con estas referencias, la serie corría un alto riesgo de ser o bien una auténtica joya o un lamentable fiasco. 

Y lo cierto es que ha sido lo primero, o incluso mejor.

La serie

Sharp Objects (HBO, 2018), es una serie de 8 episodios de alrededor de una hora de duración que narra la historia de Camille Preaker, una joven periodista que vuelve a su pueblo natal a cubrir la noticia del asesinato de una niña y la posterior desparación de otra. 

Su regreso la llevará a rememorar su infancia y, con ella, los fantasmas que la llevan persiguiendo toda su vida. 

Así, Camille deberá, por un lado, tratar de desvelar qué y quién hay detrás de la muerte y desaparción de esas niñas, pero al mismo tiempo, por otro, lidiar con sus atormentados recuerdos. 

¿Por qué es tan buena?

Más allá de que la trama ya es interesante por sí misma, Sharp Objects destaca por un elemento clave en prácticamente cualquier obra audiovisual: su pluscuamperfecta forma de narrar la historia.

Los personajes que conforman el relato se van descubriendo, poco a poco, al ritmo que impone el discurrir de los acontecimientos. El entorno, un pequeño pueblo de Missouri, contribuye a asentar los cimientos de una narrativa opresora. La construcción de cada uno de ellos es inmensa, en especial la protagonista. En cada escena en la que ella aparece se esbozan las líneas que describen los rasgos de una persona torturada por su pasado y su propia mente.

Y junto a ella, el resto del elenco se suma en esta tétrica pero estéticamente maravillosa ópera, aportando los sonidos que terminan por conformar una melodía dramática, asfixiante, que sume al espectador en una lucha constante por desentrañar las miserias de cada uno de ellos. 

El desenlace no solo termina por redondear definitivamente el conjunto de la obra, sino que le añade un epílogo que enmudece al auditorio, que ya solo puede escuchar el zumbido de sus propios pensamientos. 

Una delicia en ocho bocados

Ya dicen que el mejor de los perfumes suele venir en frasco pequeño. Sucedió con True Detective, incluso con Westworld. Ocho horas de metraje que sirven a Jean-Marc Vallée para envolvernos en el sofocante pueblo de Wind Gap, en las miradas acusadoras de sus ciudadanos, en los monstruos que toda familia guarda en el armario. 

Ocho horas de luces y sombras proyectadas sobre la esencia misma del alma humana.

Muy recomendada.

Nota: 8/10

Esto no es una vida feliz

Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después. 

De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.

La traición de las imágenes de René Magritte

La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.

Magritte y las redes sociales

Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial. 

Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos. 

Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia. 

En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.

En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal. 

En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.

Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros. 

Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto. 

¿Y por qué?

Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.

El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.

Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.

Esto no es una vida feliz

Porque no lo es. 

Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.

Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»

Esto no es una vida feliz.

Qué es y qué no es la psicología positiva

En los últimos tiempos, coincidiendo con el auge de las redes sociales, se ha puesto de moda el publicar artículos y frases de carácter motivacional dándoles la etiqueta de Psicología Positiva.

El problema, como suele pasar casi siempre, es que lo que inicialmente podría ser considerado como tal, ha ido poco a poco degenerando y alejándose de su utilidad inicial.

¿Qué es la psicología positiva?

La psicología positiva fue definida por Seligman (1999) como el estudio científico de las experiencias positivas, los rasgos individuales positivos, las instituciones que facilitan su desarrollo y los programas que ayudan a mejorar la calidad de vida de los individuos, mientras previene o reduce la incidencia de la psicopatología.

Es decir, viene a ser el estudio científico de las fortalezas y virtudes humanas, las cuales permiten adoptar una perspectiva más abierta respecto al potencial humano, sus motivaciones y capacidades.

De modo que tenemos que la psicología positiva es el estudio de las fortalezas del ser humano en su búsqueda de la felicidad, pero en ningún sitio de esta definición se indica que la psicología deba ignorar o descartar los problemas reales de las personas, también debe centrarse en las debilidades. Así que no dice que debamos sacar de la ecuación de la felicidad a la tristeza. 

¿Cómo diferenciar lo que es psicología positiva y lo que no?

La psicología positiva debe darte las herramientas para lidiar con el día a día y enfrentarte con garantías a todas aquellas situaciones que pueden poner en riesgo nuestra estabilidad emocional. Debe centrarse en conceptos como la resiliencia, la empatía o la gestión de las emociones. 

La psicología positiva no es un mensaje mágico que cambia las cosas y las convierte en buenas por el mero hecho de leerlo.

La psicología positiva no elimina de nuestra vida, de nuestro entorno, aquellas cosas que nos desestabilizan, que nos entristecen, sino que nos propone aceptarlas, entenderlas y lidiar con ellas. 

Hay que empezar a alejarse del mensaje de lo que llamo yo la dictadura del optimismo impostado. No tenemos que ser felices por decreto. Nuestra vida no es peor porque hayamos tenido un mal día o estemos en medio de una mala racha. La felicidad no es un objetivo a tachar de una lista de tareas y que, de no alcanzarse, seremos un fracaso como personas.

Y ese es precisamente uno de los grandes daños colaterales de la dictadura del optimismo y la imagen impostada: el fracaso ha sido desterrado de nuestra vida en las redes sociales. Todo lo que nos rodea son casos de éxito, casos de personas que gozan de las mieles del objetivo de ser felices. Y eso termina por generar un sesgo positivista en nuestra cabeza: si todo lo que vemos en nuestras redes sociales son personas felices, exitosas, cumpliendo sueños… ¿somos nosotros unos fracasados por no estar en esa posición? Evidentemente no.

El fracaso forma parte de nuestro aprendizaje. La tristeza es indisoluble de la alegría, es una emoción tan necesaria como las demás. Debemos entender que ser feliz es una decisión y no un estado de ánimo y, a partir de ahí, construir un mensaje nuestro, a medida, que nos permita desarrollarnos como personas.

Aléjate de los mensajes para todo y céntrate en los mensajes para ti

Que una imagen graciosa nos saque una sonrisa de buena mañana es algo maravilloso.

Pensar en que por ver esa imagen vamos a tener un día genial y que, de no tenerlo, nuestra vida es un fracaso, es terrible.

Así que al final todo se reduce a alejarnos de las imágenes que maquillan una realidad que no existe, que nos dicen cómo tenemos que pensar, cómo tenemos que sentir. Alejarnos de representaciones de vidas pasadas por miles de filtros para mostrar una perfección ficticia. Abraza tus imperfecciones. Si los lunes no nos gustan, no pasa absolutamente nada. Hagamos por centrarnos en escucharnos a nosotros mismos, a nuestras necesidades, a nuestro entorno más cercano. Aprendamos a querernos con nuestras luces pero también con nuestras sombras y estaremos en posición de entender la verdadera felicidad, la que no es un destino, sino el camino. 

 

Crítica: Un monstruo viene a verme (2016)

Hoy os traigo un combo de uno de los fenómenos audiovisuales de los últimos meses: crítica y reseña de Un Monstruo viene a verme.

La novela

No siempre hay un bueno. Ni siempre hay un malo. Casi todo el mundo está en algún punto intermedio.

Primero empezaré por la novela, de Patrick Ness, que cayó en mis manos a raíz de la publicidad que estaba teniendo la película.

Argumento

Un Monstruo viene a verme es una novela relativamente corta (rondará las 200 páginas) acerca de la vida de Connor O’Malley. Connor es un joven británico de 11 años que vive una compleja situación: su madre está enferma y sobre él ha recaído la pesada carga de sobrellevar el día a día. Su situación en el colegio no es mucho mejor, lo cual contribuye a dotar a su realidad de una neblina de pesimismo y tristeza.

Inmerso en esa lucha diaria con su madre, Connor sufre noche tras noche una pesadilla que se repite y que trastorna hasta lo más profundo de su alma. Sus miedos condesados en su inconsciente.

Y de repente, en medio de una de esas tormentosas pesadillas, aparece un monstruo.

Ness juega brillantemente con el equilibrio entre lo real y lo imaginario, entre realidad y sueño, para dotar al monstruo de una fina capa de realismo. No es un monstruo común, no se trata de una aparición cualquiera, propia de nuestros miedos infantiles, de los cuentos de la abuela. El monstruo representa algo mucho más profundo. Y es, precisamente, el simbolismo que rodea a ese personaje, lo que imprime en la novela una fuerza considerable.

Es la relación entre Connor y ese monstruo sobre la que Ness cimienta el desarrollo de la narración. Sus largas conversaciones, las historias que el monstruo utiliza como parábolas, ayudan a perfilar la relación maestro-discípulo, el proceso de iniciación. Porque si de algo va esta historia es, fundamentalmente, del paso de la niñez a la edad adulta. De la comprensión acerca de la vida misma cuando las nubes de la infancia se despejan. Cuando se abre el camino hacia la verdad absoluta.

Junto con esto, la novela profundiza en otro aspecto crucial: la relación niño-adulto. Y lo hace desde la perspectiva del niño, de aquel que empieza a comprender pero no le dejan. De un mundo que previene a los niños que no son tan niños de todo contacto con la realidad con tal de protegerlos. O más bien sobreprotegerlos.

Personajes

Conor O’Malley. Protagonista indiscutible. Niño no tan niño pero demasiado niño para ser adulto. Aprenderá demasiado pronto la realidad de la vida misma, de sus dificultades, pero con ello también aprenderá el verdadero significado de amor incondicional. La verdad que esconde en su corazón, la que le atenaza el alma, será la que finalmente le libere y le abra las puertas a la edad adulta.

El Monstruo. El símbolo. El árbol sobre el que las ramas de la historia crecen. Es el catalizador de Conor, la brújula que le indica el norte en la senda hacia a la adultez. Su existencia no queda del todo bien definida dotándole de esa atmósfera de misticismo: ¿es una ilusión? ¿un delirio? ¿una consecuencia? O realmente existe y todos tenemos ese monstruo dentro de nosotros.

La madre de Conor. A pesar de ser un personaje secundario, tiene un papel tan fundamental en la historia como el propio Conor. Es el yang, la cara amarga de la historia. Está enferma y sufre por dos: por ella y por su hijo. Es la relación entre ella y Conor la que dice más en menos.

La abuela y el padre de Conor. Representan, junto con sus compañeros de colegio, el exterior, el entorno de Conor. Algunos opresivos, otros amigables pero distantes y algunos incluso violentos. Es el día a día al que se tiene que enfrentar Conor.

Sensaciones

A veces las joyas literarias vienen envueltas en largas novelas de una saga épica que queda escrita para la eternidad. A veces, como es el caso, son pequeñas historias que tienen mucho más detrás de lo que a primera vista parece.

Un monstruo viene a verme es más que la historia de los problemas de un niño de 11 años y de su madre enferma. Induce a la reflexión acerca de la propia vida. De cuándo y cómo dejamos de sentirnos niños, invencibles, eternos, para comprender la realidad de nuestra existencia. Cuando nos enfrentamos cara a cara a la crueldad de la vida, cuando miramos a los ojos a la injusticia y entendemos que no hay juez que la imparta, que no podemos buscar justificar el dolor porque forma parte inherente de la propia existencia.

Pero también habla de esperanza, de amor y de futuro. Habla de los dos lados de esa moneda que cada mañana lanzamos al aire esperando lo mejor de ella.

E historias así, merecen la pena ser leídas.

Nota: 7/10

La película

Adaptación

Juan Antonio Bayona hace una adaptación de la novela de Ness prácticamente perfecta. No hay peros. Y mira que resulta complicado cuando estamos hablando del paso al celuloide de cualquier obra literaria. La película sigue con milimétrica brillantez la línea argumental de la novela. Especial mención para las escenas que reproducen las historias contadas por el monstruo, de una belleza espectacular.

Interpretación

Si algo importaba a la hora de elegir el elenco, sin ningún género de dudas, era quien iba a interpretar al pequeño Conor O’Malley. La elección de Lewis MacDougall me parece acertadísima. Si la película convence es gracias a su irreprochable actuación.

Junto a él, Felicity Jones en el papel de madre y una fantástica Sigorney Weaver en el de abuela, conforman el reparto principal de la película. Todos con un nivel notable.

Mención a parte tiene el papel del monstruo. Una majestuosa animación en tres dimensiones cuyos dos elementos fundamentales son sus ojos y su boca. La expresividad del monstruo está fuera de toda duda. Y eso lo hace creíble. Tan creíble que el vínculo que une al monstruo y al pequeño Conor se agiganta en cada escena.

Banda sonora y fotografía

Si a todo lo dicho le añadimos una banda sonora que arranca de la piel los pelos para convertirlos en verdaderas escarpias.

Y si además jugamos con escenas pintadas en acuarela, animaciones preciosistas y un juego de luces y sombras durante toda la película, a uno no le queda otra cosa más que rendirse ante la magnífica obra de Bayona.

Sensaciones

La película es un ejemplo maravilloso de como llevar al cine una historia y hacerla todavía más grande. La magia del cine es esta: la de convertir en realidad nuestra imaginación. Si para mi El Orfanato era una obra maestra del cine de terror, Un monstruo viene a verme es una auténtica piedra preciosa del drama. De esas películas que uno sale con el sabor agridulce que dan las historias que no tienen vencedores ni vencidos, en las que no hay buenos y malos.

Porque, y esto es los verdaderamente importante, en la vida real, no los hay.

¿A qué estás esperando para ir a verla?

Nota: 8/10

Mi experiencia Konmari

Hace unos días, cosas de pasearse un sábado por la mañana por el centro de Valencia y sus librerías, terminé leyendo el libro de Marie Kondo: La magia del orden.
En él, la escritora/asesora japonesa nos expone su método, el método Konmari, para organizar nuestro entorno.

Su sistema se basa, principalmente, en eliminar todo aquello por lo que no sintamos una verdadera relación de necesidad o de conexión. Aunque pueda parecer un poco alternativa la idea, se trata de un concepto que bien explicado tiene mucho sentido.

Así, Kondo nos propone una interesante idea centrada en el objetivo de reducir al máximo el número de cosas que almacenamos. Junto con otros pequeños trucos de organización, su propuesta fundamental pasa por ordenar todo de una vez, y sólo mantener con nosotros aquellos objetos por los que se nos despierte algo al tenerlos entre las manos.

Qué he aprendido

Pese a lo peculiar del planteamiento, durante estos días de organización global me he dado cuenta de la cantidad increíble de objetos que mantenemos con nosotros excusándonos en el por si acaso o en el me sabe mal tirarlo, está nuevo. Aplicando el método konmari, me he deshecho (y no es coña) de más de 8 bolsas de basura llenas de ropa y de otras tantas de objetos innecesarios y papeleo redundante.

Aprender a eliminar de nuestra vida aquello verdaderamente superfluo, que no aporta nada, y que sólo coge polvo, ha resultado ser una actividad reveladora que me ha permitido aplicarla, no sólo a cosas tan sencillas como la ropa, sino a otros elementos tanto físicos como mentales de carácter más emocional.

Lo positivo del método

  • Fundamentalmente su sencillez. Hablamos de un método que se aplica sin que se requiera nada especial, salvo tiempo.
  • Su universalidad. Vale tanto para la cocina como para el baño. Para nuestra vida en casa como en el trabajo. Para nuestros papeles de estudio como para el correo electrónico.
  • Su vertiente psicológica. Hay un componente fundamental en el proceso que tiene mucho más que ver con nuestra mente que con nuestro entorno físico. Cuando nos decidimos por tirar algo, en algunas ocasiones, liberamos de nuestra mochila vital el peso de ese objeto y su historia. Es un ejercicio de purificación y «reseteo» de la mente muy positivo.
  • El resultado final. Una vez llegamos al punto en el que tenemos todo nuestro alrededor organizado y limpio, nuestra vida, nuestra rutina, recibe un soplo de aire fresco que nos carga de energía positiva desde buena mañana.

Lo negativo del método

  • Se trata de un método costoso. Aunque, aparentemente, parece sencillo, limpiar y organizar toda la casa lleva mucho tiempo y mucha energía. Hablamos de un esfuerzo físico importante que nos dejará exhaustos por varios días.
  • También sufriremos agotamiento mental. Se produce, paralelamente al cansancio físico, un desgaste mental producido por varios aspectos: tenerlo todo desorganizado antes de poder empezar, que el proceso se empiece a eternizar, etc.

Mis recomendaciones

A pesar de que el resultado final es incuestionable y la sensación de estar viviendo en un entorno organizado, limpio y que sigue un criterio claro de orden, es muy positiva; aplicar el Método Konmari cuesta lo suyo. Así que aquí tenéis algunas recomendaciones:
1. Paciencia: es fundamental que os carguéis de paciencia desde el primer día.
2. Todo listo: tened a mano todo lo que vayáis a necesitar, desde los utensilios de limpieza, cajas para organizar, bolsas de basura, etc., hasta el sitio donde ir dejando cada cosa.
3. Youtube: En internet y, especialmente, en Youtube, tenéis miles de vídeos con información acerca de este método, y otros similares, que os van a ser de gran ayuda a la hora de aplicarlo.

Resulta fundamental que se entienda que el verdadero motivo de tener un entorno organizado es que reflejará nuestro interior. Cuanto más limpio, simple y ordenado tengamos nuestra casa, tanto así tendremos nuestra cabecita.

El síndrome de Diógenes digital: un breve análisis.

Qué es el Síndrome de Diógenes

El síndrome de Diógenes es un trastorno del comportamiento que afecta, por lo general, a personas de avanzada edad que viven solas. Se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos. [Fuente: Wikipedia España]

Quién era Diógenes

Diógenes de Sínope, también llamado Diógenes el Cínico, fue un filósofo griego perteneciente a la escuela cínica. Nació en Sínope, una colonia jonia del mar Negro, hacia el 412 a. C. Vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, convirtiendo la pobreza extrema en una virtud. Se dice que vivía en una tinaja, en lugar de una casa, y que de día caminaba por las calles con una lámpara encendida diciendo que “buscaba hombres” (honestos). Sus únicas pertenencias eran: un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco.

La escuela cínica consideraba que la civilización y su forma de vida era un mal en sí mismo y Diógenes de Sinope llevó hasta el extremo las ideas del fundador de esta filosofía, Antístenes. Lejos de lo que hoy se entiende por cinismo (tendencia a no creer en la sinceridad o bondad humana y a expresar esta actitud mediante la ironía y el sarcasmo), las ideas de Antístenes buscaban alcanzar la felicidad deshaciéndose de todo lo superfluo. Así, este discípulo directo de Sócrates se retiró a las afueras de Atenas para vivir bajo sus propias leyes, sin obedecer a las convenciones sociales. No obstante, fue su aventajado discípulo, Diógenes, quien hizo célebre su obra a través de la indigencia más absoluta.

El principio de su filosofía consiste en denunciar por todas partes lo convencional y oponer a ello su naturaleza. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y reducir al mínimo sus necesidades.

Síntomas del síndrome

Básicamente los síntomas están relacionados con cuadros depresivos y, en especial, con la sensación de soledad. Así, las personas que lo padecen, sufren de un marcado aislamiento social, llegando a recluirse en el propio hogar y a desatender la limpieza del mismo y toda higiene personal.

Directamente relacionado con esto último está la tendencia a acumular cualquier tipo de cosas por considerar que, de algún modo, tienen o tendrán alguna utilidad. De ahí que se le conozca como Síndrome de Diógenes por entrar en directa contraposición con las ideas del filósofo griego.

Su analogía digital

Quedaos con esta última idea: acumular cualquier tipo de cosas y haced una reflexión. ¿Cuántos archivos tenéis ahora mismo en vuestro ordenador personal cuya utilidad es dudosa y que, acumuláis por las más variopintas de las razones?

Lo que yo considero el Síndrome de Diógenes digital es una extensión del trastorno original que nos lleva a acumular cantidades increíbles de archivos de todo tipo justificando su almacenamiento por motivos de utilidad, valor emocional o por su posible futuro uso.

Este síndrome se manifiesta en forma de carpetas abarrotadas de archivos (de difícil organización), descargas masivas de distintos tipos de ficheros, miles de fotos sin clasificar sin un sistema claro de ordenación, etc.

Consecuencias

Para mi, hay dos grandes problemas directamente relacionados con padecer este síndrome:

El primero es de carácter organizativo. Resulta tremendamente complicado gestionar tales cantidades de información con lo que se termina por emplear distintos sistemas de organización (o tal vez ninguno). Esto lleva a ralentizar más que agilizar todos los procesos: tanto a nivel de hardware del sistema, puesto que a nuestro PC le cuesta más trabajar cuanto más abarrotado esté todo, como a nivel de usuario: ¿cuántas veces hemos perdido la noción del tiempo buscando, con la seguridad de que sabemos que está por algún lado, ese o aquel archivo?

El segundo está directamente relacionado con la psicología del usuario. Tamaña cantidad de datos repercute negativamente en la forma que el usuario se relaciona con el ordenador. Por un lado, porque no estamos preparados cognitivamente para gestionar tantas categorías, tantas etiquetas, tantos sistemas de archivos, por lo que, cuando entramos en un sistema que padece Diógenes, la sensación mental que se nos produce es de rechazo. Por otro lado, se genera también cierta ansiedad cuando disponemos de mucha cantidad de contenido sin visualizar (películas, series, libros, música) y no tenemos el tiempo suficiente para hacerlo.

Consejos para superarlo

Be simple

Al final un ordenador no es más que una habitación más, una casa más, un carpesano más. Es decir: es un contenedor de información, de objetos, con el que interactuamos. Cuanto más simple sea, cuanto mejor estructurado esté, más fácil será para nosotros trabajar con él.

Aquí tenéis algunos consejos en función de cada tipo de archivo.

Películas y música

Estos suelen ser los más pesados (en cuanto a tamaño) y los que más ansiedad generan.
Descargamos (legal o ilegalmente) decenas de películas, de series completas que, por falta de tiempo, se quedan esperando a ser vistas.

El problema es cuando acumulamos tantas que se hace impracticable su organización y, lo que es peor, su visualizado.

Decide: coge la carpeta o carpetas donde tengas las películas y las series y elimina aquello que no te genere ganas reales de ver en ese mismo instante. Frases como «bueno, no tiene mala pinta, aunque ver ahora esta adaptación koreana de la obra de Shakespeare, no me termina mucho» son indicadores claros de objetos a eliminar. Quédate sólo con aquellas películas y series que vas a ver en el corto plazo. Las demás, ya las conseguirás más adelante.

Un caso similar sucede con la música: aquello que no has escuchado, que no has grabado en CD o has pasado al reproductor de MP3, y que sigue sin apetecerte escuchar, difícilmente lo vas a escuchar en un futuro. ¡A la papelera!

Aplicaciones

Con las aplicaciones es más sencillo actuar. Las almacenamos muchas veces por desidia, porque instalamos el programa y nos olvidamos del instalable.

¿Qué sentido tiene que todavía guardes el instalador de la versión 6 de Photoshop que te bajaste hace 2 años?
¿O esa versión beta del Winamp del 98?

Todo lo que no tenga una utilidad directa y real (o que no puedas conseguir fácilmente), a la basura.

En realidad, yo te diría que lo borrases todo salvo los 3 o 4 programas imprescindibles para cualquier instalación básica: Paquete ofimático, reproductor de Vídeo/música y poca cosa más.

Documentos

Aquí haz dos distinciones.

  • Los documentos personales: Que al final son los que realmente necesitas almacenar: estructura un buen sistema de carpetas organizándolos en categorías simples y de fácil acceso.
  • Los documentos no personales: guías, licencias, PDFs, etc. A la basura.

Fotografías

Aquí llegamos a la madre del cordero. Esto es, sin ningún género de dudas, lo más complicado de gestionar. Desde la invención de la fotografía digital, carpetas y carpetas con fotos y fotos, abarrotan nuestros ordenadores. Con la ya manida frase «tu echa fotos, total, son gratis», nos encontramos con carpetas del cumpleaños de tu prima de hace 3 años, con más de 200 fotos sin clasificar.

A eso súmale los vídeos.

Se que lo que te voy a decir no te va a gustar, pero debes empezar a limpiar. Esto es como guardar 300 o 400 álbumes de fotos. Los guardas por su «valor sentimental» pero sabes (o más bien sabemos, tú y yo) que pocos o ninguno van a salir del estante donde están cogiendo polvo.

Dedícate a borrar todo aquello que no te genere una sensación positiva y, para la próxima, si vuelves de la comunión de tu sobrina con 600 fotos, haz el esfuerzo de seleccionar ese día o al día siguiente, sólo aquellas que verdaderamente merezcan la pena.

Ve a lo sencillo, practica el minimalismo

Prueba a jugar al juego de mantener a raya la «suciedad» digital. Si te bajas una foto para enviarla por correo, bórrala de tu disco duro. Cada elemento que se cruza en nuestra vida tiene un objetivo en ella, una vez cumplido, déjalo ir.

Si mantienes esa idea en la cabeza, con un poco de suerte, dentro de un tiempo, no tendrás una carpeta con 400 películas que no vas a ver jamás.