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Sociedad Hiperbólica

En el mundo actual, en el que estamos más conectados que nunca, asistimos a una propagación de comportamientos «universales» cada vez mayor.

A popularizar estas tendencias, como es obvio, ha ayudado disponer de múltiples canales desde donde somos bombardeados insistentemente con patrones de comportamiento a imitar.

La mayoría de estos patrones pueden parecer a simple vista inocuos, infantiles y sin excesivo impacto en nuestra vida, pero muchos de ellos impregnan nuestra conducta con mecanismos asociados a un determinado rol y una determinada forma de pensar.

La cultura de la hipérbole

Quizá uno de los más importantes que he podido percibir: tanto por su rápida progresión como por el evidente impacto en la gran mayoría de nosotros, es lo que he llamado la cultura de la hipérbole.

Nuestra naturaleza nos empuja a observar todo desde un prisma egocéntrico: entendemos nuestro entorno desde nuestra perspectiva. Eso nos convierte en actores principales de nuestro relato y ahí es donde se cuela esta nueva forma de entender ese relato: la necesidad de convertirlo en antológico.

Hoy más que nunca somos personajes públicos: tengamos 2 o 2 millones de seguidores en redes sociales, la inmensa mayoría proyectamos nuestras vidas (la parte que nos interesa) hacía el resto de nuestra red social. En esa construcción de una historia protagonizada por nosotros mismos no caben medias tintas, ya no se conciben historias mediocres porque esas historias hace ya mucho tiempo que dejaron de vender.

En la sociedad hiperbólica el «me gusta» es la moneda corriente y no se consigue trabajando más, sino impactando mejor.

Si todo es histórico, nada es histórico

En ese afán por alcanzar siempre una cima más alta que la anterior se termina llegando a la paradoja de normalizar lo extraordinario: lo alternativo es lo mainstream.

Si todos vivimos momentos históricos, si cada día se alcanza un hito para el recuerdo, en realidad nada lo es ya.

Es una carrera ciega a ninguna parte y llegará el momento en el que no podamos seguir corriendo.

Además, toda historia exige su parte de fracaso, su realidad dura, para poner en valor el éxito si se consigue, y en esto a cultura de la hipérbole ha jugado sus cartas manipulando también ese elemento. Todos los que hoy alcanzan el techo legendario de sus vidas, lo han hecho tras esfuerzos excepcionales.

El relato exige su cuota de sacrificio y la hipérbole no se da solo al alcanzar la cima, sino al valorar también el ascenso a la misma.

El castillo es de cartón piedra

Las consecuencias de construir un relato vital basado exclusivamente en exageraciones las vamos viendo cada día más, tanto en nuestra generación como en las siguientes.

Silenciosamente hemos ido desensibilizando a nuestras mentes ante el impacto de lo diferencial y llegado el momento, nada nos resulta atractivo, nada nos parece diferente.

Si el ser humano se caracteriza por algo es por su curiosidad. La curiosidad es la fuente de la mayoría de nuestros logros, tanto como sociedad, como individualmente. Si eliminamos la curiosidad, o más bien la exprimimos hasta agotarla, perdemos gran parte de nuestro interés vital y eso nos terminará pasando factura tarde o temprano.

En parte es como si estuviéramos sustityendo la curiosidad por la necesidad de ser: ahora resultan menos interesantes las historias de los demás, porque por encima de ellas está la nuestra, que es más importante, más increíble.

En definitiva, seguimos en esa caída libre que nos aleja de la empatía y nos sume en el desierto del individualismo: más conectados que nunca, más solos que nunca.

Las historias también pueden ser normales

Como todo movimiento cultural y social, llegará el momento del retorno. La sociedad y el individuo caminarán en la dirección contraria y veremos cómo muchos se apresuran a subirse al barco de la normalidad.

La hipérbole dejará paso a lo cotidiano y se nos venderá, porque de eso trata todo, que las mejores vidas son las normales porque encierran la esencia del ser humano corriente.

Hoy no somos distintos a hace 2000 años, simplemente nos damos la chapa más a menudo y entre más personas.

Regresaremos, quiero creer, a una visión más colectiva de la sociedad. En algún momento el individualismo dejará de ser atractivo y los beneficios de trabajar verdaderamente en sociedad sobresaldrán al afán de protagonismo.

Mientras tanto, saber surfear las olas de las tendencias es lo que nos va a mantener medianamente cuerdos.

Todos somos héroes

Con cada día que pasamos confinados, más y más capas de pintura van desconchándose por el efecto del tiempo y mejor podemos observar en toda su esencia hasta donde hemos llegado a caer como sociedad.

Yo crecí mirando hacia referentes inalcanzables, a personas que en una vida que parecía discurrir con parámetros temporales diferentes, habían llegado al Olimpo de los logros cambiando a la humanidad de alguna forma.

Esos referentes debían ser inalcanzables, porque todo lo ideal parte de la base de que jamás podrá llegar al mundo de lo real.

Pero el mundo cambió y exigió que los ídolos también pasaran el filtro de esa recién estrenada democracia. Y esa incipiente sociedad de consumo vio en ello uno de tantísimos filones para generar beneficios. Entendió que podría convencernos de algo y sacar dinero de ello.

Y así los dioses, los mitos, nacían en el mismo barrio que tú y terminaban marcando el gol de todos los tiempos, crecían jugando con los colegas en un garaje como el tuyo y revolucionaban la informática y la vida de las personas.

Ahora era posible ser un héroe: solo hacía falta esfuerzo. ¿Cuánto? Mucho. Muchísimo. Y siempre haría falta más. Aunque estuvieras lejos de alcanzarlo debías seguir esforzándote sin parar. Aunque se les hubiera olvidado añadir a esa receta del éxito que otros componentes como la suerte, el talento o el contexto social tuvieran un impacto crucial en ella. Pese a que todas esas historias de éxito absoluto llevaran un carga de márketing increíble detrás.

Para esa generación se acuñaron términos en inglés con una fuerte carga emocional. Ahora ya no eras empresario sino emprendedor. Ahora ya no montabas tu negocio sino tu start-up y nos dijeron aquello de «Si quieres, puedes».

El problema de vender humo es que, tarde o temprano, el viento lo termina disipando y, para evitar que algún niño señale al Emperador al verlo desnudo hay que correr a la máquina de humo para hacer más.

Y vaya si se hizo. Porque en esa escalada hacia la democratización del éxito, se dio un paso más, y se democratizó el talento. Todos teníamos el derecho, por una Constitución Universal, de tener talento. Estaba ahí, en algún lado escondido, solo había que encontrarlo (o que pagar por él).

Ya no es necesario, ni siquiera, el pensar en cambiar el mundo. Basta con creer mucho en nuestro talento, el que creamos que sea. Basta con mostrarlo al mundo, aunque nadie nos lo haya pedido. El cuento ha cambiado: somos todos los que vamos desnudos y absolutamente nadie se da cuenta. Somos todos los que nos creemos vestidos de nuestro propio éxito cuando, en realidad, apenas podemos taparnos con nuestras carencias y nuestras inseguridades.

El último escalón en esa carrera sin sentido hacia la democracia de lo inútil, hacia la estupidez suprema, lo hemos dado con esta cuarentena. No hace falta hacer nada. Literalmente. Nos repiten en los medios que todos, TODOS, somos héroes. Todos tenemos nuestra medalla, nuestra capa, nuestra Batcueva. ¿Por qué? Porque nos quedamos en casa y cumplimos como buenos niños lo que nos piden los expertos.

Ahora, después de todo este lento discurrir en una bajada a los infiernos del sentido común, somos nuestros propios héroes, nuestros propios referentes. Todos: los que nos quedamos en casa o los que salen de ella a hacer su trabajo. La heroicidad la estamos vendiendo al peso.

Salimos al balcón a aplaudir cada tarde, nos miramos entre nosotros con una mezcla de complacencia y orgullo y, de forma inconsciente o no tanto, nos aplaudimos a nosotros mismos.

Porque tenemos derecho.

Porque nos lo merecemos.

Ídolos de cartón

Hace unos días disfruté de uno de los relatos de Martín Llade en Sinfonía de la Mañana en el que contaba la tormentosa relación entre Ludwig van Beethoven y su sobrino, que llegó hasta el punto de mantener un enfrentamiento que duraría hasta la muerte del primero.

Llade narraba aspectos oscuros de la vida del compositor alemán que descubrían a una persona colérica, impulsiva, controladora e incluso en algunos momentos hasta malvada.

La historia concluía con el entierro del músico en Viena, rodeado de miles de personas que lloraban su pérdida y cómo su sobrino terminaba sucumbiendo al dolor de la marcha del genio musical. 

Ayer pude observar como una concursante de uno de esos programas que se sacan de la chistera nuevas estrellas musicales como quien baja al super a comprar leche, había pasado en un mes de ser elevada a los altares de la música en las redes sociales, a ser menospreciada por su supuesto carácter áspero y orgulloso.

Y reflexioné un poco sobre la evolución del arte en nuestra sociedad y cómo ha ido adquiriendo todos los vicios que tristemente nos acompañan en la actualidad.

Dudo que nadie se haya parado a pensar mientras escucha La Flauta Mágica, en si Mozart era una persona extrovertida o si tenía determinados valores.

Tampoco creo que, al admirar la Gioconda o Los fusilamientos del tres de mayo, uno haga una concienzuda reflexión sobre si Da Vinci tenía cierta ideología, de si compartía tareas con su mujer o sobre si Goya separaba la basura y reciclaba.

Pero en nuestro siglo nos hemos topado de frente con ese ser gigantesco, especie de Santísima Inquisición, que es la corrección ideológica.

Y así, las productoras artísticas, cuyo objetivo, no se nos olvide, lejos de obsequiarnos con el arte en su estado más puro, es el de que la máquina de hacer dinero no pare, han encontrado la fórmula casi perfecta de construirnos ídolos a medida.

Son artistas que son de todo, menos eso, artistas. Ecologistas, feministas, progresistas, defensores de las causas perdidas, filósofos a tiempo parcial, librepensadores, homeópatas, emprendedores, vendedores de todo tipo de humo… Son como la escultura definitiva, de proporciones áureas, de todo aquello que creemos que nos gustaría ser.

Pero, en realidad, son sólo ídolos de cartón. Maquillados con cientos de filtros, para los que cada vez importa menos su música, sus pinturas, sus poemas… Tienen que caernos bien. Tenemos que sentirnos identificados con sus causas, con su lucha, con sus ideales. Empatizamos con ellos. Y, entonces, ciegos de un amor irracional por esa construcción social, los defendemos a capa y espada, ensalzamos sus obras por encima de todas las cosas. Los consideramos genios.

Genios, sin embargo, con los pies de barro, que, tarde o temprano, nos enseñan que tras el cartón no hay nada. El maquillaje se cuartea y terminan convirtiéndose en una especie de Ícaro cayendo a las profundidades del olvido.

Espero que llegue el día en que nos demos cuenta de nuestro error. De que quizá lo que importa de un humorista es que te haga gracia. Que lo que es relevante de un músico es que su música te llene. Que, si una pintura o una escultura te despierta algo dentro, poco importa cómo piense su creador.

Quiero pensar que todavía estamos a tiempo de alejar estos fantasmas creados por nosotros mismos, como una especie de dictadura del pensamiento, que nos atan, que nos amordazan y nos impiden disfrutar de lo que de verdad es el arte.

Que todavía hay tiempo de que disfrutemos plenamente de una obra, simplemente porque esa obra merezca la pena ser disfrutada.

Esto no es una vida feliz

Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después. 

De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.

La traición de las imágenes de René Magritte

La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.

Magritte y las redes sociales

Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial. 

Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos. 

Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia. 

En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.

En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal. 

En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.

Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros. 

Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto. 

¿Y por qué?

Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.

El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.

Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.

Esto no es una vida feliz

Porque no lo es. 

Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.

Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»

Esto no es una vida feliz.

Trabajemos en grupo

Conviene reparar en un hecho fundamental e inherente a nuestra especie, su marcada condición social. Es sorprendente que al final de la cadena evolutiva encontremos un organismo que nace altamente indefenso y cuyos sentidos distan mucho de estar maduros y operantes.

Para muchos, esta circunstancia es una seña indudable de que la riqueza de nuestra especie no reside en las capacidades individuales sino en la facultad de cooperar y trabajar en grupo.

(Tomasello, 1999; Vygotski y Luria, 1930/1993).

Y es así como podremos construir un mundo mejor. Cuando entendamos que ya desde nuestra tierna infancia nuestros genes, nuestra herencia, nuestro legado de miles de años de presencia en la Tierra, de millones de años de lenta y constante evolución, nos han llevado a asimilar la cooperación y la interacción social como los pilares fundamentales sobre los que asentar el desarrollo humano.

Me gusta pensar que dentro de algunos años la humanidad haya sido capaz de alcanzar su cenit evolutivo, sorteando los obstáculos autoimpuestos por las propias sociedades y haya podido encontrar el camino hacia un mundo totalmente interconectado fundamentado en el equilibrio de fuerzas, en el respeto y en la suma.

Sé que tal vez es un pensamiento demasiado optimista, más si cabe en los tiempos que corren en los que son más los que se empeñan en restar y en mirar hacia otro lado que en construir proyectos de sociedades nuevos y adaptados a los nuevos tiempos.

Pero soñar, otro de los grandes pasos evolutivos de nuestra querida humanidad, es gratis. ¿verdad?

La sociedad y Rafa Mora

blog_rafamora

Ayer fui uno de los cuantos que se escandalizó al ver el reportaje especial de Callejeros: «Tetes y tetas» que ponía de relieve la creciente oleada en la sociedad valenciana de hombres y mujeres cuyo único objetivo vital era el culto al cuerpo con la superficialidad por bandera.

Escuché verdaderas barbaridades: «…acostarse leyendo un libro es de peleles… » o cosas del estilo.

Sin embargo hubo algo que me hizo parar un segundo y reflexionar.

El famoso Rafa Mora (famoso por un programa de televisión que ensalza precisamente los valores que os comentaba al principio) era entrevistado en medio de una discoteca y soltaba esta frase para la posteridad: «Me siento súper orgulloso de que hayan chavales que les haga más ilusión ser Rafa Mora que estudiar y ser abogado». Obviando el tufo de prepotencia desmesurada que debería ser causa de estudio psicológico, lo que me hizo reflexionar fue que en realidad esa frase tiene todo el sentido del mundo y es tremendamente cierta.

Cualquier sociedad a lo largo de la historia se ha comportado como un organismo vivo eficiente: deshecha aquellos componentes que no le resultan útiles y productivos y fomenta aquellos que sí. Es una cuestión de supervivencia de la propia sociedad y desde los albores de los tiempos, sin este comportamiento, la humanidad habría dejado de existir.

Así pues, ¿qué utilidad pueden representar los Rafa Mora del siglo XXI? fue lo siguiente que me pregunté. Esa respuesta es sencilla: son los payasos, los bufones de esta nueva era. Son motivo de chanza, de comentarios entre risas en cualquier momento, de acaloradas discusiones sobre si son una nueva especie en la que ha habido un retroceso evolutivo… Son los que nos divierten.

En la Edad Media se dedicaban a hacer cabriolas y permitir que se les lanzase comida para deleite de las clases opulentas. Ahora, en una sociedad tan globalizada como la nuestra, su humillación es pública.

Mientras esos abogados, ingenieros, médicos, esos «peleles» se dedican a construir con sus manos un futuro mejor y a dejar en el legado de la humanidad su orgullosa firma del progreso, Rafa Mora y sus lamentables imitadores hacen de su dignidad su negocio.

Muchos me dirán que sí, pero que bien que viven a todo tren, que la cantidad de dinero que ganan, que ya nos gustaría a muchos, que esto es fruto de la envidia que les tenemos…

Pues mirad, a mi no me produce ninguna envidia. Es muy posible que muera sin ser famoso (si mi plan de gobernar el mundo fracasa), pero al menos intentaré hacerlo con la dignidad intacta. Y eso no lo paga todo el oro que pueda dar este mundo.

Mientras ellos, que sigan haciendo el payaso.