Hace unos días disfruté de uno de los relatos de Martín Llade en Sinfonía de la Mañana en el que contaba la tormentosa relación entre Ludwig van Beethoven y su sobrino, que llegó hasta el punto de mantener un enfrentamiento que duraría hasta la muerte del primero.

Llade narraba aspectos oscuros de la vida del compositor alemán que descubrían a una persona colérica, impulsiva, controladora e incluso en algunos momentos hasta malvada.

La historia concluía con el entierro del músico en Viena, rodeado de miles de personas que lloraban su pérdida y cómo su sobrino terminaba sucumbiendo al dolor de la marcha del genio musical. 

Ayer pude observar como una concursante de uno de esos programas que se sacan de la chistera nuevas estrellas musicales como quien baja al super a comprar leche, había pasado en un mes de ser elevada a los altares de la música en las redes sociales, a ser menospreciada por su supuesto carácter áspero y orgulloso.

Y reflexioné un poco sobre la evolución del arte en nuestra sociedad y cómo ha ido adquiriendo todos los vicios que tristemente nos acompañan en la actualidad.

Dudo que nadie se haya parado a pensar mientras escucha La Flauta Mágica, en si Mozart era una persona extrovertida o si tenía determinados valores.

Tampoco creo que, al admirar la Gioconda o Los fusilamientos del tres de mayo, uno haga una concienzuda reflexión sobre si Da Vinci tenía cierta ideología, de si compartía tareas con su mujer o sobre si Goya separaba la basura y reciclaba.

Pero en nuestro siglo nos hemos topado de frente con ese ser gigantesco, especie de Santísima Inquisición, que es la corrección ideológica.

Y así, las productoras artísticas, cuyo objetivo, no se nos olvide, lejos de obsequiarnos con el arte en su estado más puro, es el de que la máquina de hacer dinero no pare, han encontrado la fórmula casi perfecta de construirnos ídolos a medida.

Son artistas que son de todo, menos eso, artistas. Ecologistas, feministas, progresistas, defensores de las causas perdidas, filósofos a tiempo parcial, librepensadores, homeópatas, emprendedores, vendedores de todo tipo de humo… Son como la escultura definitiva, de proporciones áureas, de todo aquello que creemos que nos gustaría ser.

Pero, en realidad, son sólo ídolos de cartón. Maquillados con cientos de filtros, para los que cada vez importa menos su música, sus pinturas, sus poemas… Tienen que caernos bien. Tenemos que sentirnos identificados con sus causas, con su lucha, con sus ideales. Empatizamos con ellos. Y, entonces, ciegos de un amor irracional por esa construcción social, los defendemos a capa y espada, ensalzamos sus obras por encima de todas las cosas. Los consideramos genios.

Genios, sin embargo, con los pies de barro, que, tarde o temprano, nos enseñan que tras el cartón no hay nada. El maquillaje se cuartea y terminan convirtiéndose en una especie de Ícaro cayendo a las profundidades del olvido.

Espero que llegue el día en que nos demos cuenta de nuestro error. De que quizá lo que importa de un humorista es que te haga gracia. Que lo que es relevante de un músico es que su música te llene. Que, si una pintura o una escultura te despierta algo dentro, poco importa cómo piense su creador.

Quiero pensar que todavía estamos a tiempo de alejar estos fantasmas creados por nosotros mismos, como una especie de dictadura del pensamiento, que nos atan, que nos amordazan y nos impiden disfrutar de lo que de verdad es el arte.

Que todavía hay tiempo de que disfrutemos plenamente de una obra, simplemente porque esa obra merezca la pena ser disfrutada.