Las mieles del triunfo son siempre dulces. No importa cuán larga haya sido la travesía. No importan los obstáculos, los momentos en los que la idea de dejarlo todo apareció. Una vez se llega, una vez se consigue, ese momento es suficiente para enterrar a metros de profundidad todos esos recuerdos negativos.
Pero todas esas experiencias durante el camino tienen su cometido: darle valor a la victoria. La victoria conseguida tras el esfuerzo y la superación personal es la verdadera victoria. Es la victoria que nos hace crecer como personas, nos permite mirar hacia adelante marcándonos metas todavía más complicadas. Nacida de la esperanza del logro, se convierte en el combustible de nuestro incasable afán de mejora ilimitada.
Hoy ganan y ríen unos. Mañana quizá lo hagan otros. Lo importante es quedarse con el mensaje, con la esencia que el deporte y la vida misma nos transmiten día tras día: el verdadero éxito, el que perdura, el que se saborea, es aquél que nace de la esperanza y crece alimentándose del esfuerzo continuado de aquellos que un día se levantaron y marcaron en su calendario un imposible y lo convirtieron en realidad.
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