Al cine argentino le pasa un poco como a Messi: o lo adoras hasta casi endiosarlo o lo defenestras hasta cubrirlo de lodo.

Y en cierto modo esta dicotomía no anda lejos de ser justa. El cine argentino es… especial.

Al final del túnel (Rodrigo Grande) es de aquello que llaman «coproducción» hispanoargentina y que viene a significar que hay actores de ambos lados del charco y que la plata también se reparte. Lo que suma, y mucho, es el talento de ambos países.

Si uno salva el efecto relativamente desagradable que provoca ver a Clara Lago impostando el acento porteño, esta película es de las de guardar en el cajoncito de «buenas pelis» para cuando uno tenga algún rato libre.

Para empezar tenemos a Leonardo Sbaraglia. ¡Qué porte tiene este señor siempre! Hasta cuando hace de tullido se come la pantalla por los cuatro costados.

Así, un Sbaraglia lisiado es quien nos introduce en una historia oscura, de engaños (a los personajes y al espectador), algunos evidentes y otros menos, con el telón de fondo de un atraco a un banco.

A la Lago la vemos crecer conforme se desarrolla la historia, ya digo, superando el estupor que produce tener la sensación de que la están doblando. Y para cerrar el trío mágico de actores, un genial Pablo Echarri que hace de malo, pero de malo malísimo. De esos que te provocan un miedo atroz casi desde su primera línea de diálogo.

Con estos mimbres, sólo nos faltaba una cosa, que la historia mereciera la pena, y teníamos una película redonda. Y, contra todo pronóstico, así fue. Una cinta que te mantiene taladrado a la butaca sus dos horazas de duración y que por momentos convierte a la atmósfera de la sala de cine en casi irrespirable.

Ya digo, cine argentino. Una lotería.

En esta, toca el premio.

Nota: 8/10