Tengo entendido que los grandes aficionados a la ciencia ficción distinguen a este género en dos grandes grupos: Soft Sci-Fi (algo así como ciencia ficción suave) y Hard Sci-Fi (ciencia ficción dura).
La principal diferencia entre ambas radica en el nivel de complejidad científica de sus tramas. Mientras la primera tiene una dosis relativa de ciencia, la segunda implica conceptos científicos profundos. Así mismo, a diferencia de la ciencia ficción suave, la ciencia ficción dura se toma muchas menos licencias narrativas para enmarcar su relato: las cosas que suceden son científicamente más posibles.
Tau Zero
Tau Zero, de Paul Anderson, caería en la definición de ciencia ficción dura. Se trata de una interesante epopeya interestelar que orbita, nunca mejor dicho, entorno a conceptos de física relativista.
La Leonora Christine es una nave espacial capaz de viajar acelerando hasta alcanzar velocidades cercanas a la luz. Esto permitirá a su tripulación llegar a un planeta con características similares a la Tierra para su investigación en unos pocos años.
Sus personajes tendrán que vivir en esa nave durante los años que dure el trayecto y enfrentarse a todos los desafíos que un viaje de esas características puede presentar, tanto a nivel técnico como humano.
Toda la historia se sustenta en la idea de la expansión y contracción del tiempo y del espacio que se produce en los objetos que viajan a velocidades cercanas a la de la luz.
Esto ya de por sí hace que la lectura se embarre a medida que Anderson desarrolla detalladas explicaciones acerca de la definición del factor Tau y sus implicaciones en la vida de los protagonistas.
A pesar de que, en general, la base científica que requiere el libro no es excesiva, sí que supone un desafío su lectura.
Viajes temporales y espaciales
Tau Zero es, además, un interesante ejercicio de análisis mental y emocional del impacto que produce en las personas los efectos de la Teoría de la Relatividad llevados a la práctica.
Todavía recuerdo lo impresionado que me quedé cuando leí por primera vez sobre la Paradoja de los Gemelos.
Aquí son un conjunto de exploradores los que tendrán que hacer frente, no sólo a las dificultades propias de un viaje espacial, sino también a las consecuencias de querer llegar más lejos que nadie y hacerlo lo más rápido posible.
El libro logra transmitir la desproporción en cuanto a distancias y tiempos que hay entre las medidas estelares y las humanas: lo cortas que son nuestras vidas en comparación con el tiempo y la distancia que nos separa del resto del universo.
Una aventura que no termina de despegar
Es cierto que Tau Zero proporciona una lectura entretenida y que algunos de sus pasajes enganchan especialmente, pero se queda muchas veces lejos de cualquier sitio, dando la sensación de no tener muy claro hacia dónde se dirige el escritor.
Los personajes, aunque adquieren una potencia suficiente a lo largo de la novela, no terminan de definirse del todo y la historia acaba con la sensación de que te podría haber dado mucho más.
Es, sin embargo, en su conjunto, un relato bastante completo con grandes dosis de buena ciencia ficción.
Son ya muchos los años que llevo acercándome a este pequeño rincón de mi vida, por distintos motivos, para contarle no sé muy bien a quién las idas y venidas de mi existencia.
Acaba 2022 como tantos otros lleno de historias. Muchas de ellas terminarán diluyéndose por intrascendentes en un mar de recuerdos donde solo flotan aquellos que nuestra caprichosa memoria decide escoger.
Sin embargo, las primeras páginas de este 2023 adquieren un cariz especial al ser las últimas de un capítulo de mi vida.
Hoy digo adios a la que ha sido mi segunda casa estos útlimos 9 años y, como en toda despedida, la expectación por lo que está por venir se mezcla con la tristeza que acompaña a la partida. Los adioses son siempre complejos, mas si cabe cuando te despides de lo que ya consideras parte del relato de tu vida.
Nueve años dan para tantas cosas que se me antoja una tarea imposible resumirlas en estas pocas líneas. Pero sí me gustaría recordar, dentro de unos años, cuando vuelva a leer estas palabras, que disfruté de una aventura apasionante, que no dejé de aprender, que me frustré en los fracasos, pero que supe encontrar mi lugar. Y, sobre todo, que a lo largo de todo este tiempo, di con personas increíbles, no solo en lo laboral, sino especialmente en lo personal, que tienen parte de la culpa de que hoy sea quien soy.
Igual a muchos estas palabras les resulten vacías, eculcoradas y predecibles, pero sé que el Sergio del futuro comprenderá muy bien su significado.
Hace tiempo alguien me dijo que hay veces que hay que escribir más para uno mismo que para el resto y hoy es, exactamente, de lo que se trata.
Hace ya varios años que juego a este bonito intento de solitario que supone hacer una lista de propósitos para el año que entra.
La recomendación de los expertos es que estos sean alcanzables, realistas y posibles. Pero la realidad es que a 31 de diciembre la hoja en blanco parece más un cheque que un contrato: hay más ilusión que responsabilidad.
Por eso hace también ya varios años que comprendí que es un juego tramposo y que quien lo manipula es el Sergio de 365 días atrás.
No lo hace con mala intención, no le culpo y le señalo como el cerebro tras una trama que solo busca hundirme. El pobre no valora nunca que te puede aparecer un virus en mitad de las Fallas o te estalla una guerra que hace que se tripliquen los precios.
Las previsiones, los planes, los objetivos, son una quimera y un arma de doble filo que lo mismo que nos divierte se puede convertir en una verdadera frustración vital.
Por eso lo acepto como un juego, adulterado y sin valor real, pero que sirve para hablar de lo que nos gustaría, de futuros y, en definitiva, constatar nuestra propia ingenuidad.
Para, así, dentro de un año, volver a releer con una mezcla de consternación y compasión todo lo que quise y no fue.
Y volver a empezar el ritual.
Propósitos
Pero vayamos al turrón que se nos hacen las 12…
Son muchas las cosas que le pido a este 2023 (no voy a cambiar a estas alturas tampoco), la mayoría sé que se quedarán lejos de cumplirse, pero en esa ingenua ilusión de la que hablo también hay lugar para aceptar el intento como suficiente. No se trata de alcanzar la cima, muchas veces basta con perderse en el bosque que hay de camino:
Leer 15 libros: Uno por mes y alguno más de regalo. Como se puede comprobar, empiezo realista, luego ya se torcerá el tema.
Publicar 24 posts: Dos por mes. En 2022 escribí la friolera de 6 artículos, puede que haya sido el año menos prolífico de toda mi vida.
Hay 4 series que quiero empezar: Son míticas (cada una a su manera) y os hablaré de cada una ellas a lo largo del año.
3 Certificaciones. Sigo con el listón realista porque me vale cualquier cosa.
Deporte y vida sana. Esto es más típico que las campanadas de La 1 en casa de mis abuelos, pero de este año no es que no vaya a pasar, es que no puede pasar.
Latín. Este es un propósito heredado de 2021 que en 2022 no tuve la ocasión (forma educada de decir que no me apeteció) de alcanzar.
Proyectos. Proyectos (no es una errata, es una referencia), son muchos y variados aunque hay un par que pueden ser verdaderamente interesantes. Dedicarle el tiempo necesario es el verdadero objetivo.
Vida. Y este es el más importante de todos. Llevo tantísimo tiempo tratando de descifrarme, de encontrar cuál era mi verdadero camino que, por momentos, he perdido la noción de lo que realmente me importa a mí. El 2023 abre una buena oportunidad de reaprender a vivir la vida junto a los que me hacen feliz.
Me ha dado por releer algunos de los posts sobre propósitos de años pasados y en algunos la vergüenza ajena me ha impedido acabarlos. Para esto también es útil dejar las cosas escritas: darte cuenta de que cualquier tiempo pasado NO fue mejor.
Siempre he sentido un especial interés por todo aquello que rodea a oriente en general y a Japón en particular. Japón es, desde la óptica occidental-mediterránea, un crisol de corrientes de pensamiento muy atractivas: una forma de comprender el mundo que nos fascina.
Entender sus orígenes forma parte del viaje de descubrimiento de esta cultura y Bushido: El código del samurái nos presenta un relato muy descriptivo de uno de los momentos clave del Japón de finales del siglo XIX: el fin de los samuráis.
Japón arrastró un sistema de gobierno muy parecido a nuestro feudalismo medieval hasta más allá de 1850. Esto fue gracias, en parte, a una política de férreo hermetismo que mantuvo a la isla oriental en un absoluto aislamiento del resto de naciones.
Inazö Nitobe, hijo de uno de los últimos samuráis del clan Monoka, aprovecha esta circunstancia para mostrarnos lo que él considera una religión sin dios, una forma de comprensión de la vida: el Bushido.
Nitobe fue testigo del impacto que tuvieron los cambios políticos iniciados en 1854 con la firma de los Tratados de Paz y Amistad entre Japón y Estados Unidos y que supusieron, de facto, el final de la era samurái. Con el fin del periodo Edo comenzaría una etapa de aumento del militarismo japonés que desembocaría en su participación en la II Guerra Mundial.
El Bushido, así, es la herencia cultural que nos dejó un periodo que abarca más de 500 años y donde las familias samuráis ostentaban un poder casi ilimitado en ese Japón feudal.
De ese poder ilimitado emanaron las grandes virtudes con las que estos guerreros constuyeron una sociedad basada en conceptos como el honor, el autocontrol, el sentido de justicia, la vergüenza o el suicidio.
Valoración personal
Lo cierto es que me ha gustado especialmente la forma de abordar el impacto que tuvo la política aperturista de Japón en tiempos tan convulsos como fueron las primeras décadas del siglo XX.
Curiosamente Nitobe, dada su particular educación occidental, terminó convirtiéndose al cristianismo y esto impregna todo el análisis: hay momentos que, certeramente, traza paralelismos entre conceptos religiosos orientales y cristianos, pero en otros momentos el encaje es forzado y artificioso.
Creo que Bushido: El código del samurái es un buen punto de partida para conocer la cultura japonesa alejándose de los tópicos más manidos, lo que te permite escarbar en las raíces de lo que es el Japón actual y las razones de su evolución.
Toda competición suele traer asociada la épica en algunos momentos, toda victoria arrastra uno o varios instantes eternizados en la retina de quienes los vivieron, agrandados hasta hacerse leyenda con el tiempo.
La final de Liga de Campeones de anoche cierra un relato en el que todos y cada uno de los envites, desde el primero hasta el último, han sido una oda a la magia de lo inconcebible.
Este trofeo bien podría ser recordado por ser el de las remontadas imposibles, por la “panenka” de Benzema, por la cabeza de Rodrygo o por el gol de Vinicius Jr. Todavía más por ese ángel de la guarda en forma de belga gigante que dejó secos a los mejores delanteros del universo.
Pero, sobre todo, este título es el de la victoria contra todos, el del triunfo de la antigua escuela, de las viejas glorias a punto de caer rendidas por el paso del tiempo frente a las rutilantes estrellas bañadas en oro de tierras lejanas.
Los trescientos espartanos frente al inconmensurable ejército persa a las puertas de la Grecia antigua.
Esta historia se escribe, como tantas veces, con el imposible como protagonista. Las verdaderas gestas germinan en ese mar de la improbabilidad, donde las cosas suceden entre una o ninguna vez.
En estos días en los que las guerras son el sinónimo del fracaso humano, vivimos huérfanos de la épica de antaño. Necesitamos de un nuevo héroe de las causas perdidas.
Ese que, pese a todo y a todos, sigue creyendo en sí mismo.
Una historia que nos conecta con nuestras generaciones pasadas y con las venideras.
Y así mi padre, que creció escuchando a su padre narrarle las hazañas de la Galerna del Cantábrico y los goles de la Saeta Rubia, anoche se imaginaba contándole a su nieto, dentro de unos años, las paradas antológicas de Courtois, los goles increíbles de Benzema o las galopadas interminables de Vinicius.
Las aventuras de aquel equipo de valientes que, de forma totalmente inesperada, alzaron los brazos a un cielo de París una cálida noche de mayo para erigirse como el mejor equipo de Europa, por decimocuarta vez.
El estilo de escritura de un escritor es un aspecto crucial a la hora del vínculo que genera con el lector. Una conexión que navega por lo subjetivo de cada uno y que es complicado de parametrizar.
Debo reconocer que el famoso Nobel de Literatura Kazuo Ishiguro tiene una manera de escribir que conecta conmigo hasta el punto de hacerme disfrutar de su lectura. En lo personal, más allá del contenido y de la historia, su relato desprende un magnetismo que atrapa al lector.
Y todo esto a pesar de que su obra El Gigante Enterrado no sea una gran novela.
Leyendas artúricas en una fantasía misteriosa
¿Por qué digo esto? Porque no solo basta con saber escribir bien, que ya es una parte importante del recorrido, sino que necesitas contar algo que atrape e interese, que te mueva a querer saber más, que te una definitivamente con quien escribe y, lamentablemente, es aquí donde la novela cojea ostensiblemente.
El Gigante Enterrado narra las aventuras de una pareja de ancianos que viven en un tiempo oscuro tras la muerte del Rey Arturo. En esa Inglaterra de magos y espadas, Axl y Beatrice sobreviven en una pequeña aldea rodeados de una extraña niebla que parece tener raros efectos en las personas.
En su historia se cruzarán jóvenes impetuosos, misteriosas criaturas, valerosos guerreros sajones y hasta personajes de gran fama de la época.
Toda la historia transita por esa espesa niebla que parece difuminar los recuerdos, haciendo que tú mismo te veas rodeado de esa sensación de no saber muy bien dónde estás ni qué andabas haciendo por allí.
Un notable intento que se queda en eso
Sin embargo, esa notable forma de relatarnos una historia se diluye cuando el contenido se queda lejos de tener la entidad suficiente. Cuando lo que nos cuentan se marchita con el pasar de las hojas y nos vemos envueltos en una aventura insípida que incluso termina siendo repetitiva.
Hay algunos intentos, con mayor o menor éxito, de reflotar la tensión narrativa, y la segunda parte de la novela consigue remontar el vuelo hasta un desenlace que no por esperado es menos contundente y satisfactorio.
Ishiguro tiene el don de contar historias de forma diferente y eso, en tiempos de tanta mediocridad manufacturada en cadena es de agradecer, pero su tímida incursión en el mundo de la novela fantástica no pasará a la historia.
Nos encontramos ante un momento de nuestra historia en el que el tiempo, o más bien su uso, se ha convertido en un elemento capital de nuestra rutina diaria. Son cientos los profesionales, y no tan profesionales, que dedican sus esfuerzos a explicarnos cómo gestionar mejor nuestro tiempo.
Son miles las teorías, los métodos, las apps, que han venido a revolucionar nuestra forma de manejarlo, que nos aseguran cumplir la lista de objetivos interminable que nos han dicho que debemos cumplir.
Todo este enorme circo se basa en una necesidad construida con el tiempo y al abrigo de intereses ajenos.
No necesitamos aprovechar el tiempo
La realidad más simple es esa. No nacemos con la obligación natural de hacer que nuestro tiempo sea eficiente. Es un concepto adquirido y, por desgracia, distorsionado.
Hemos trasladado las obligaciones laborales a la parcela personal hasta convertir el tiempo que nos dedicamos a nosotros en una carga más.
La sociedad capitalista ha cristalizado completamente, alargando sus tentáculos ideológicos hasta cubrir cada instante del tiempo de nuestras vidas. Ya no se trata de que produzcas y consumas, se trata de que lo hagas en cualquier momento del día.
A esta imagen distorsionada del aprovechamiento vital han contribuido, como era de esperar, la cultura audiovisual y los medios, empeñados en mostrarnos historias de «éxito» directamente relacionadas con su capacidad de esfuerzo y dedicación constante. Hombres y mujeres que han logrado tocar lo más alto por haber sido capaces de aprovechar su tiempo.
La clave de todo la tiene esa palabra: aprovechar.
¿Qué significa aprovechar?
Etimológicamente, aprovechar significa estar cerca del provecho, que se entiende como un beneficio, producto, lucro o ganancia. Ahora pregúntate qué entiendes por lucro o ganancia.
Como prácticamente todo aquello que nos mueve y nos motiva en esta vida, nuestra perpeción de las cosas es fundamental en el desarrollo de nuestros comportamientos.
Si siempre hemos visto, oído o leído palabras como lucro, ganancia o producto, asociadas a una temática puramente económica, no es difícil aventurar que hemos vinculado esos conceptos.
Pero un beneficio, una ganancia, también puede ser disfrutar de un rato tirado en el sofá sabiendo que no tienes nada que hacer.
Una buena rentabilidad también debería entenderse como el equilibrio entre una larga jornada laboral y un buen rato de desconexión, de no hacer absolutamente nada.
Es difícil disfrutar del tiempo si sientes que lo estás perdiendo.
Y, sin embargo, ese aprendizaje temprano del provecho como lucro económico hace que muchos sintamos que perdemos el tiempo si no hacemos algo de nuestra lista de tareas pendientes.
Hemos estigmatizado aburrirnos por considerarlo lo opuesto a sacar beneficio del tiempo, cerrándonos la puerta a una mayor capacidad de reflexión y de creatividad.
El tiempo libre es entendido, así, como un depósito finito de oportunidades para alcanzar tu sueño. No hacer nada, o hacer algo que no tenga ligado directamente un lucro o un beneficio, que te acerque más a ese falso éxito, es abrir el grifo del despósito y verlo vaciarse.
De esta forma se produce la pardoja de que, a pesar de preocuparnos por disponer de tiempo libre, no sabemos disfrutar de él cuando lo tenemos. O incluso lo reconvertimos en tiempo de trabajo, para aliviar el sentimiento de pérdida. Nos aterra perder el tiempo. Nos asquea aburrirnos.
Por eso todos esos gurús, todas esas metodologías mágicas, insisten en que llenes tu tiempo libre, que lo bloquees de posibles distracciones, que lo midas hasta el segundo para no dejar escapar ni un mínimo de esa productividad ficticia.
En mi caso todavía sigo en el proceso de desaprender esa idea distorsionada que he tenido siempre acerca de lo que verdaderamente significa aprovechar el tiempo.
Son muchos años los que me ha costado entender que disfrutar de tu tiempo se reduce, sencilla y llanamente, a hacer aquello que te apetece, sin preocuparte por nada más.
La ausencia de preocupación.
Ahí radica la clave que hace que el tiempo libre tenga su correspondiente valor asociado: entenderlo como una forma de desligarte de una realidad apresurada y medida en función de tus obligaciones.
Basta solo eso, arrancar de raíz esa sociedad entre acción y retorno, entre comportamiento y resultado.
No todo lo que hacemos tiene que tener un fin, tiene que tener un objetivo, tiene que devolvernos algo. Hay muchas, muchísimas cosas en la vida cuyo beneficio, cuyo provecho, cuyo valor intrínseco se circunscribe al placer de poder realizarlas.
La próxima vez que te tires en el sofá a cambiar de canales sin rumbo fijo, prueba a sentir que disfrutas de la sencillez de no estar haciendo nada.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
Ser fan absoluto de un determinado escritor no debe ser un obstáculo para observar su obra con espíritu crítico. Es saludable reconocer aquellas propuestas que no cumplen lo esperado o que se quedan lejos de lo que uno está acostumbrado.
El genio inconfundible de Isaac Asimov parece tener ligado uno de los más grandes estándares de calidad en sus novelas de ciencia ficción. Sucede que, a veces, y solo muy a veces, esos estándares pueden no terminar de alcanzarse.
Así pasa en «En la arena estelar», la primera de las precuelas de la Fundación que Asimov escribe el mismo año que la primera de las novelas de la trilogía, pero que se queda orbitando a años luz de ésta.
Se atisban lo que suelen ser las características que definen las novelas de Asimov: tecnología, personajes con potencia narrativa, estructura y giros en la narración. Pero todo es superficial, todo se queda en un quiero y no puedo, en un intento por llegar a algún sitio que, a la postre, no existe.
Una historia endeble con unos personajes predecibles
Biron Farrell es un joven que acude a la Tierra en busca de información. Un intento de asesinato desencadena una reacción de situaciones que le llevarán a diferentes mundos, participar o ser espectador de altas traiciones y de manipulaciones políticas mientras el segundero de un reloj consume los últimos instantes de su huída hacia adelante.
Sin embargo, pese a esta buena premisa, todo es predecible: los personajes, tanto el propio Biron como Artemisa oth Hiniriad, heredera al trono de uno de los planetas más importantes de la galaxia, son moldes tan prototípicos que conoces su desarrollo y desenlace casi desde el momento en el que te los presentan.
No siempre se gana
Toda la historia hace aguas por su excesiva simplicidad. Incluso el final, gran arma de Asimov en casi toda su extensa bibliografía, se diluye como un triste azucarillo en un vaso de agua a medio llenar: acabas, aceptas la derrota casi por primera vez, y confías en que la siguiente novela reconstruya este desastre.
Llevo años diciendo que no me gustan géneros determinados: no soy un amante apasionado de la ciencia ficción que aborrece hasta la médula cualquier película romántica.
A mí lo que me enamora perdidamente del cine es que sea cual sea la propuesta, sobre el tema que sea, haga que me emocione de alguna manera.
Por eso puedo decirte que Upgrade (2018), te guste o no la ciencia ficción, es una película que te va a hacer pensar y que vas a disfrutar de principio a fin.
Recogiendo un poco el testigo, aunque muy someramente, que dejó Ex Machina, Upgrade es una película futurista de las que muchos califican de Serie B, pero que hace gala de una estupenda producción y un acabado, en líneas generales, impecable.
Plantea premisas muy similares a las que pudimos ver en la obra de Garland, teniendo un desarrollo igual de coherente y obligándote a racionalizar lo que la pantalla te plantea. Ese ejercicio de racionalización es lo que lleva al espectador a considerar como plausible aquello que está viendo.
Y es que una de las características críticas en toda cinta de ciencia ficción que se precie es que el índice de plausibilidad sea elevado. Esto no es más que, tú, como espectador, dejes un margen de credibilidad a lo que la narración te propone. Si ese margen falla, por mucho efecto especial y actuación inolvidable que tenga la película, su argumento se deshace a cada minuto hasta hundirse irremediablemente en un mar contradicciones.
Upgrade es, precisamente, todo lo contrario. Su desarrollo lleva al espectador a aceptar un acuerdo por el que muchas de las cosas que se esbozan, lejos de ser increíbles, las termina considerando probables en los próximos años.
Esa cercanía con la realidad, esa proximidad presente – futuro, es lo que le permite a su director, Leigh Whannell asentar su historia entorno a las ya más que conocidas dudas acerca de la Inteligencia Artificial y la nanotecnología. Dudas que ya a día de hoy los grandes científicos y filósofos tienen sobre la mesa.
Si hay que ponerle peros a esta estupenda propuesta cinematográfica, estos están bastante relacionados con su linealidad argumental y con su aparente previsibilidad. Podría haber más riesgo, como sí lo hubo en Ex Machina, podría haber profundizado algo más en los desafíos éticos que la llegada de la IA planteará a la humanidad.
Por eso se queda un escalón por detrás de la maravilla de Garland.
Pero, pese a eso, sigue siendo una más que interesante forma de disfrutar del buen cine.
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