En mi lista de propósitos anual he descubierto que hay dos grandes categorías de objetivos.
Por un lado están los propósitos temporales, las motivaciones que son flor de un día (o de un año), que nacen de circunstancias puntuales, modas, intereses que vienen y luego terminan yéndose. Estos propósitos duran lo que tarda en llegar el momento de volver a pensar en un nuevo año: ahí las circunstancias han cambiado, las modas pasajeras desaparecen, los intereses se redirigen o, sencillamente, dejan de interesar.
En el otro lado de la lista están los propósitos de siempre. Los que me han acompañado toda la vida y que, a pesar de representar en sí mismos la prueba de que «nunca llegaré a cumplirlos», siguen perpetuándose año tras año.
Entrecomillo lo de nunca llegaré a cumplirlos porque ahí está la clave. No se trata tanto de la cantidad de propósitos, ni siquiera de su dificultad aparente. Aquello que hay detrás de mi fracaso a la hora de cumplirlos es mi percepción de qué significa haberlo hecho, de cómo mido un objetivo cumplido.
En una mentalidad tan acostumbrada a un mundo binario como la mía, cuesta definir situaciones intermedias. Y en una realidad tan alejada de contextos polarizados, tan difícil de parametrizar entre el blanco y el negro, existen pocas cosas que puedan etiquetarse de esta forma.
Es en esa relación de complicado encaje donde mis propósitos anuales tratan de existir. Interviniendo en fechas señaladas, como ahora, para recordarme que no he dejado de querer las mismas cosas: saber más, llevar a cabo aquel proyecto que inicié hace dos años, dedicar más tiempo a lo que me apasiona (si alguna vez existió) y, en definitiva, acercarme algo a ese yo ideal que he tenido siempre en mi cabeza.
Este año volveré a hacer esa lista. Volveré a escribir todas esas cosas que me encantaría hacer y que no he sabido o no he podido terminar. Lo hago más por tradición que por su efectividad, que igual que las listas mágicas para cumplir objetivos o los 5 trucos que te harán más feliz, son una especie de Reyes Magos de la psicología. Existen solo de forma ilusoria en nuestra cabeza.
Lo que he aprendido tras todos estos años de propósitos fallidos es que, en su lento discurrir hacia el fracaso, han ido dejando en la cuneta muchos pequeños éxitos. Logros que pasan desapercibidos eclipsados por ese enorme menhir que son los objetivos estáticos, tan ambiguos, tan difíciles de categorizar. Y en cada uno de esos diminutos pasos hacia adelante, en definitiva, es donde me veo avanzando en el propósito más importante de mi vida: intentar cada año ser un poco más feliz.