Hace unos días tuve la inmensa suerte de reencontrarme con mi infancia.
No es fácil, ya os lo digo.
Es como un golpe de realidad. De repente caes en la cuenta de que hace un tiempo los límites de un pequeño pueblecito de una sierra perdida eran los límites de un mundo infinito.
Ves en esas caras familiares el paso inexorable del tiempo. Son ellos, los mismos que hace tanto tiempo que te niegas a calcularlo, corrían detrás de ti mientras intentabas esconderte en el hueco entre dos casas de piedra.
Dejamos por un momento nuestras vidas, ya tan distintas, y nos juntamos entorno a una paella. Una estupenda paella hecha por un tío de Segovia usando tomate frito y cebolla. Así somos nosotros.
Y entre las risas, las historias, los momentos recordados, te das cuenta del cambio, de que la imagen, aunque parecida ya no es la misma.
Alguien cambió los «¿y a tí cuántas te han caído?» por «¿y tú dónde trabajas?». Ahora las bicicletas, aquellas maravillosas bicicletas que te llevaban al pueblo de al lado, allá en la lejanía, para poder comprar golosinas, aguardan cogiendo polvo en las grandes naves mientras que somos nosotros los que conducimos coches.
Nos reunimos donde antaño se reunían nuestros abuelos para jugar la partida. Recuerdo con esa mezcla de nostalgia y alegría cómo para nosotros se trataba de un evento casi mágico. Y allí estábamos nosotros, de sobremesa, hablando sobre política, sobre el trabajo, sobre los problemas perennes del ser humano, como lo hacían ellos mientras se jugaban jarras de vino a una mano de truque.
La vida entonces parecía sencilla y al abrigo de un techo plagado de estrellas imaginábamos lo que haríamos «cuando fuésemos mayores».
La única botella que conocíamos era la que colocábamos en el centro de la plaza y que, bendita ironía, había que golpear lo más lejos que pudiéramos para salvarnos.
Nuestra mayor preocupación era a quién le tocaría ponerse de portero o quien tendría que pagar esa noche al jugar al rescate.
Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Eso decía el genio Machado. Y ese momento de retorno pasó pero dejó en mi el poso de una realidad dulce.
Muchas veces no somos conscientes de la lenta erosión del tiempo. De las risas que ya forman parte del pasado, de las miradas que nunca volverán a posarse en nuestros ojos. Y en esas sucede un día como aquel sábado en medio de Agosto y te reúnes con gente que te recuerda que, a pesar de todo, siguen ahí. Perdidas en el día a día de un ingeniero, de un químico o de un policía nacional, tal vez escondidas en las grietas de la rutina que nos trajo el hacernos mayores.
Pero todavía nos quedan risas de esas que eran risas de verdad.