Toda competición suele traer asociada la épica en algunos momentos, toda victoria arrastra uno o varios instantes eternizados en la retina de quienes los vivieron, agrandados hasta hacerse leyenda con el tiempo.
La final de Liga de Campeones de anoche cierra un relato en el que todos y cada uno de los envites, desde el primero hasta el último, han sido una oda a la magia de lo inconcebible.
Este trofeo bien podría ser recordado por ser el de las remontadas imposibles, por la “panenka” de Benzema, por la cabeza de Rodrygo o por el gol de Vinicius Jr. Todavía más por ese ángel de la guarda en forma de belga gigante que dejó secos a los mejores delanteros del universo.
Pero, sobre todo, este título es el de la victoria contra todos, el del triunfo de la antigua escuela, de las viejas glorias a punto de caer rendidas por el paso del tiempo frente a las rutilantes estrellas bañadas en oro de tierras lejanas.
Los trescientos espartanos frente al inconmensurable ejército persa a las puertas de la Grecia antigua.
Esta historia se escribe, como tantas veces, con el imposible como protagonista. Las verdaderas gestas germinan en ese mar de la improbabilidad, donde las cosas suceden entre una o ninguna vez.
En estos días en los que las guerras son el sinónimo del fracaso humano, vivimos huérfanos de la épica de antaño. Necesitamos de un nuevo héroe de las causas perdidas.
Ese que, pese a todo y a todos, sigue creyendo en sí mismo.
Una historia que nos conecta con nuestras generaciones pasadas y con las venideras.
Y así mi padre, que creció escuchando a su padre narrarle las hazañas de la Galerna del Cantábrico y los goles de la Saeta Rubia, anoche se imaginaba contándole a su nieto, dentro de unos años, las paradas antológicas de Courtois, los goles increíbles de Benzema o las galopadas interminables de Vinicius.
Las aventuras de aquel equipo de valientes que, de forma totalmente inesperada, alzaron los brazos a un cielo de París una cálida noche de mayo para erigirse como el mejor equipo de Europa, por decimocuarta vez.
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