Herederos del Tiempo es la novela que me ha hecho reconciliarme con la ciencia ficción como género literario.
Echaba de menos esas obras en las que el autor es capaz de conectarme con la historia y sus personajes tanto emocional como intelectualmente.
Esa habilidad para construir un vínculo con el lector que muy pocos escritores tienen, pero que una vez alcanzado, te sumerge hasta que pierdes la noción del tiempo.
El tiempo y el espacio
Herederos del Tiempo, de Adrian Tchaikovsky, va mucho de perder la noción del tiempo.
Porque la obra abarca un periodo inconmensurable para el lector y, a pesar de ello, consigue que no pierdas ni por un instante el interés por saber más acerca de lo que está por suceder.
También porque usa magistralmente la temporalidad para estructurar un relato que interconecta tiempos y lugares distantes haciéndolos accesibles para la mente de quien llega a sus páginas.
Dos historias entrelazadas con la batalla por la supervivencia como telón de fondo. Lo que nos empuja, como seres humanos, a seguir siempre mirando hacia adelante. Lo que nos mueve a seguir luchando con la intención, no ya de sobrevivir como individuos, sino de perdurar como especie.
Originalidad en la historia y su concepción
Si algo he de destacar de la obra de Tchaikovsky es su marcada originalidad. Desde Asimov, no recuerdo un autor capaz de jugar con tantos elementos comunes a las historias prototípicas de ciencia ficción que, a su vez, introduzca tantos elementos novedosos.
Lo maravilloso de su estructura es que nada desencaja, todo tiene una explicación plausible y el relato se desarrolla sobre las férreas vías de una realidad futura creíble.
Soy muy fan de la ciencia ficción capaz de equilibrar las justas dosis de ciencia para que la ficción no termine desbocándose.
Herederos del Tiempo aporta una receta de medidos ingredientes que deja un sabor en el lector de inconfundible valor: al acabarla sientes que has satisfecho tus ansias por conocer una historia asombrosa y, al mismo tiempo, comienzas a notar la melancolía por decirle adiós a quienes te acompañaron en esta epopeya de magnitudes majestuosas.
Gigantes
Hay una cita recurrente a lo largo de toda la novela, de origen antiguo y muchas veces discutido, que presenta a los seres humanos como enanos subidos a hombros de gigantes, en referencia a todos aquellos que sumaron para permitirnos llegar a ver más lejos.
Quizá ahí radica la belleza de una historia que tiene mucho de alzarse sobre los hombros de gigantes. De llegar más alto para poder mirar, aunque sea brevemente, más lejos de lo que nadie ha alcanzado a ver antes.
Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).
Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.
Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.
Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.
Los circuitos del placer.
Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.
El Condicionamiento Clásico (CC).
Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.
El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.
El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.
El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.
El Condicionamiento Operante (CO).
El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.
Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.
Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.
La caja de Skinner
La pobre paloma de Skinner.
Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.
La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.
El refuerzo inmediato
Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.
Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».
Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.
La cultura de la inmediatez
Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.
Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.
Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:
Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.
Hay algo más: el cortoplacismo.
Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.
Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.
Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.
El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.
El enemigo principal: el tedio.
Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.
Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.
Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.
La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.
Difícil solución, aunque no imposible.
Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.
En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.
Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.
Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.
En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.
Nuestra herramienta clave como especie: la socialización
Está escrita en nuestra genética, grabada a fuego durante cientos de miles de años de evolución, una conducta que nos ha permitido desarrollarnos como especie: la socialización y nuestra capacidad de integración.
Una de las características asociadas a nuestra necesidad innata de integración social es el desarrollo de conductas encaminadas a la aceptación de las normas del grupo. Su incorporación como parte de nuestro sistema de valores y comportamientos juega un papel doble: por un lado fomenta nuestra sensación de pertenencia al grupo, mientras que por el otro permite que el grupo nos acepte como integrantes del mismo.
Este comportamiento, pese a su carácter adaptativo, tiene asociadas conductas que pueden llegar a ser nocivas para el individuo.
La conformidad social
La conformidad social es un fenómeno estudiado en 1932 por el psicólogo Arthur Jeness y desarrollado posterioremente por el psicólogo social Solom Asch en 1951. Consiste en el cambio de una creencia o una conducta por parte del individuo para encajar en el grupo social al que pertenece o quiere pertenecer.
Para demostrar su existencia y su impacto, Asch realizó una serie de experimientos que mostraron la potencia de la conformidad social en los individuos.
Experimento
Los sujetos del experimento fueron un grupo de estudiantes, todos sentados en una misma sala, y a los que se les pidió que realizasen tareas sencillas de evaluación de imágenes. Debían juzgar, por ejemplo, la longitud de determinadas líneas y cuáles eran, a su parecer, más largas o más cortas.
Un ejemplo de uno de los ejercicios del experimento de Asch.
Dentro del grupo de sujetos del estudio estaban estudiantes que, previamente, se habían prestado a formar parte del experimento de otra forma: eran cómplices del profesor y habían sido preparados para ir dando respuestas erróneas a lo largo del ejercicio. Lo que Asch quería evaluar era de qué forma la opinión mayoritaria del grupo tenía influencia hasta en las percepciones más evidentes del propio individuo.
Los resultados fueron sorprendentes: los sujetos estudiados iban variando sus respuestas, pese a reconocerlas como erróneas, para adaptarlas a la respuesta de la mayoría. Asch había demostrado la existencia de la conformidad social y, además, había puesto de manifiesto su enorme importancia en nuestra capacidad de juicio.
La conformidad social en la actualidad
Las redes sociales
Internet es, a día de hoy, el grupo social más grande al que pertenecemos. Es un superconjunto de conjuntos de personas conectadas por intereses comunes. Y todos, absolutamente todos, queremos sentir que formamos parte de alguno de esos grupos.
La presión social que ejercen las redes sociales sobre nuestra forma de entender el mundo, sobre cómo nos identificamos nosotros mismos, ha incrementado exponencialmente. A día de hoy, nuestro sentido de pertenencia al grupo lo marcan las influencias que adquirimos al navegar por internet.
Nuestro criterio parece menos construído a través de la experiencia y más moldeado a través de lo que las redes sociales nos muestran.
El impacto de la conformidad social en nuestro yo futuro
Al permitir que esto suceda, aunque sea de forma inconsciente, estamos cediendo parte de nuestra libertad individual. Aceptamos como válidas muchas de las informaciones que recibimos si existe tras ellas un cierto consenso social. Adquirimos determinadas conductas imitando al grueso del grupo al que queremos parecernos o pertenecer. La «mayoría» se ha convertido en un concepto variable que va modelándonos a su antojo.
El problema radica en qué modelos son los que terminan imponiéndose y por qué. Lejos de buscar extrañas conspiraciones, el dinero y sus ramificaciones son el órgano rector de estas influencias milimetradas. Hoy todo tiene el sello del consumo, de la publicidad, de la venta. Bombardeos de imágenes tremendamente filtradas que nos alejan de una realidad para acercanos a una necesidad.
No es un problema nuevo, evidentemente. Las modas han estado siempre y han tenido un impacto en la opinión pública, una capacidad de acción sobre nuestras decisiones. El cambio, aunque pase por impercetible, es que en la actualidad las modas son espúreas, las influencias vienen y van en cuestión de días.
Cada cambio, cada giro en lo que se espera que seamos, cada aceptación e integración de lo que la mayoría considera que debemos ser, es un trozo más que perdemos de nuestra propia identidad.
Es por eso que quizá hoy más que nunca sean necesarias altas dosis de educación en filosofía: necesitamos ciudadanos que desarrollen sus capacidades de reflexión y de crítica. Que piensen, que crean en su intuición, que acepten más lo que ven que lo que les dicen los demás que deberían estar viendo.
En definitiva, que si la línea que ven es más corta, sean capaces de ir en contra del resto para defender sus propios principios.
Ser fan absoluto de un determinado escritor no debe ser un obstáculo para observar su obra con espíritu crítico. Es saludable reconocer aquellas propuestas que no cumplen lo esperado o que se quedan lejos de lo que uno está acostumbrado.
El genio inconfundible de Isaac Asimov parece tener ligado uno de los más grandes estándares de calidad en sus novelas de ciencia ficción. Sucede que, a veces, y solo muy a veces, esos estándares pueden no terminar de alcanzarse.
Así pasa en «En la arena estelar», la primera de las precuelas de la Fundación que Asimov escribe el mismo año que la primera de las novelas de la trilogía, pero que se queda orbitando a años luz de ésta.
Se atisban lo que suelen ser las características que definen las novelas de Asimov: tecnología, personajes con potencia narrativa, estructura y giros en la narración. Pero todo es superficial, todo se queda en un quiero y no puedo, en un intento por llegar a algún sitio que, a la postre, no existe.
Una historia endeble con unos personajes predecibles
Biron Farrell es un joven que acude a la Tierra en busca de información. Un intento de asesinato desencadena una reacción de situaciones que le llevarán a diferentes mundos, participar o ser espectador de altas traiciones y de manipulaciones políticas mientras el segundero de un reloj consume los últimos instantes de su huída hacia adelante.
Sin embargo, pese a esta buena premisa, todo es predecible: los personajes, tanto el propio Biron como Artemisa oth Hiniriad, heredera al trono de uno de los planetas más importantes de la galaxia, son moldes tan prototípicos que conoces su desarrollo y desenlace casi desde el momento en el que te los presentan.
No siempre se gana
Toda la historia hace aguas por su excesiva simplicidad. Incluso el final, gran arma de Asimov en casi toda su extensa bibliografía, se diluye como un triste azucarillo en un vaso de agua a medio llenar: acabas, aceptas la derrota casi por primera vez, y confías en que la siguiente novela reconstruya este desastre.
Dice George RR Martin que Robin Hobb es, en el mundo de la literatura fantástica, un diamante en un mar de zirconitas.
Llevaba ya mucho tiempo con la idea de leerme alguna de sus novelas, más por la atracción que despertaban sus portadas y sus títulos, que por conocer nada sobre la autora. Estoy seguro que alguna de las más intensas relaciones de amor literario deben haberse forjado a partir de una buena portada.
Traspié, protagonista de esta primera de tres novelas de la Saga del Vatídico, es un bastardo de la casa real que gobierna los Siete Ducados. Los azares de un destino que parece marcado le llevan a Torre del Alce, donde desde bien temprano se ha de enfrentar con el estigma de ser un hijo ilegítimo del Rey a la espera.
En esencia no es más que el enésimo personaje que sigue el famoso «Viaje del héroe» tan manido en novelas de esta temática.
Sin embargo, Traspié, tiene dos cosas que lo alejan del arquetipo de protagonista de esta estructura literaria:
La primera y más evidente es que la historia que le rodea, lo que sucede en los Sietes Ducados, no gira, necesariamente, entorno a él. El trascurrir de su historia tiene, a veces, un papel relevante en el devenir del reino, pero otras, su impacto es del todo insignificante.
La segunda, quizá más sutil, pero también más interesante, es que aborda temas que en otras sagas se consideran ejes centrales del desarrollo, de forma mucho más superficial, restándole así una tensión dramática que muchas veces suele ser más una carga que una virtud.
Resulta un soplo de aire fresco tras muchos intentos de encontrar un notable heredero a Tolkien, Martin o Rothfuss. Lejos de la contundencia de las novelas de Brandon Sanderson, pero con los ingredientes necesarios (y la saga terminada) para convertirse en una auténtica delicia a degustar por entregas.
De lectura fácil y amena, atrayante y divertida, Aprendiz de Asesino se presenta como una inmejorable primera novela para una trilogía de literatura fantástica que ya apunta maneras.
Decía George Bernard Shaw que en la vida existen dos grandes tragedias: una es no lograr aquello que el corazón ansía; la otra es alcanzarlo.
Maradona murió ayer.
Para entender la trascendencia de la figura basta con escuchar el eco que ha dejado su marcha.
Cuenta Valdano en su preciosa elegía que hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños. Maradona es el epítome pluscuamperfecto de esa enfermedad que aqueja nuestro tiempo, ese éxito empaquetado y vendido a precio de saldo para que todos podamos consumir un poco de él y seguir con nuestras vidas.
Yo nací tarde, con un Maradona consagrado en el olimpo futbolístico, demasiado pequeño para comprender su grandeza, para disfrutar de su ascenso a los cielos en aquella memorable recorrida histórica entre ingleses. Al tren del fútbol me subirían mucho más tarde otros magos de la pelota.
Pero en mi memoria el genio argentino tiene su hueco de la mano del elogio de mi padre cada vez que hemos hablado de él: «nunca habrá un jugador igual», me repite. Y, con el tiempo, me lo he terminado por creer. Porque a un padre no se le discute casi nada, y menos en términos futbolísticos y porque Maradona ha sido capaz de mantenerse como dios incontestable entre ídolos de barro. Pese a su caída en desgracia. A pesar de ese descenso a los infiernos de quien comete el terrible error de cumplir su único sueño en un mundo donde la verdadera felicidad está proscrita. La tragedia de su vida se resume en ese partido contra Inglaterra: él nunca quiso ser Dios, sino un simple mortal, villano y héroe, pero extraordinario.
Maradona ha sido el paladín de los últimos resquicios de un fútbol romántico que hoy se ahoga entre patrocinios y publicaciones de Instagram. El último gran héroe de la pasión desmedida por la pelota que trascendió la cancha para entrar en todas las historias personales de quienes vivieron su tiempo.
De ahí que el eco de su despedida resuene fuerte en los pechos de millones de personas: de las que lo disfrutaron y hoy rememoran sus propias historias enlazadas por siempre con aquel gol o aquella gambeta imposible, pero también de las que lo conocimos de oídas, sentados en el sofá mientras un padre orgulloso nos describía su manera irrepetible de llevar la pelota pegada al pie.
La fascinación que surge alrededor de una creación humana suele estar relacionada con la importancia que tiene en nuestra vida.
El tiempo es un elemento nuclear de nuestra realidad: desde que el hombre es hombre, el tiempo ha existido con él.
Tenet como historia.
Tenet de Christopher Nolan es el enésimo ejercicio de fascinación por el tiempo. Su esencia, como película y como relato, reside en deshacerse casi por completo de las cuerdas que sostienen nuestra concepción temporal y hacerlo sin que por ello la historia pierda credibilidad.
Tenet es una historia de espías, muy al estilo de James Bond o Misión Imposible, pero con un trasfondo filosófico y conceptual tan complejo que hace que la película se retuerza entre dos frentes. Por un lado el relato mil veces contado: el espionaje, la lucha héroe – villano, salvar al mundo. Por otro, la propuesta filosófica inherente: soltarnos sin paracaídas a una realidad donde el tiempo deja de ser el tiempo que conocemos.
Esta dualidad entre lo mil veces contado y la idea novedosa hace de Tenet una historia interesante, divertida y atrayente para el espectador.
Tenet como película
A nivel cinematográfico, Tenet es, una vez más, un regalo de Nolan a la superproducción con sus tres elementos fundamentales por todo lo alto:
Grandes actores representando grandes papeles.
John David Washington como protagonista junto con un extremadamente interesante Robert Pattinson como acompañante. Ambos sostienen toda la tensión narrativa con fuerza y empeño y logran que la película no pierda dinamismo. Si hubiera que ponerle algún pero, Kenneth Branagh es quizá el que, sorprendentemente, más hace cojear al reparto.
Una enorme banda sonora.
Nolan prescinde en Tenet de su talismán Hans Zimmer (que anda entretenido trabajando para Dune). Su sustituto, Ludwig Göransson, demuestra unas dotes inmejorables para el blockbuster con una banda sonora a la altura del peliculón que es Tenet.
Una historia contada con el mimo por el detalle.
Christopher Nolan es esto, una producción de proporciones descomunales con detalles en muchos aspectos que demuestran que detrás hay trabajo y mucho estudio. Cuando vas a ver una de sus películas pagas, precisamente, por algo así. Por eso Origen, Memento o Interestelar son tan rematadamente buenas. Por eso Tenet se suma a la lista de sus grandes obras.
Tenet como concepto
Si por algo Nolan es famoso es por rodar películas con cierta complejidad narrativa que obligan al espectador a hacer ejercicios de comprensión, primero, y de reflexión, después.
La comprensión, en Tenet, se complica algo más que en sus predecesoras como Origen o Interestelar: aquí la historia se va desarrollando como en una especie de Matrioska de relatos para que sea al final cuando todo cobre un sentido último y global.
La reflexión posterior es tremendamente interesante: la percepción subjetiva del tiempo, romper con las normas que nos sujetan a la linealidad temporal o aceptar otras perspectivas acerca de algo que siempre hemos considerado que se comporta de igual manera, desde los inicios de nuestra historia.
Romper con las normas impuestas por nosotros mismos cuando creamos un abstracto como el tiempo nos conduce a situaciones llenas de paradojas y de contradicciones.
De esas paradojas suelen surgir nuevos pensamientos que abordan los problemas actuales con ópticas distintas y así, el ser humano, en conjunto, progresa al siguiente estadio de su evolución.
La historia detrás de Tenet bien puede considerarse un ejercicio para profundizar en esa línea de pensamiento. Para enfrentarnos con nuestras contradicciones y entender que todavía estamos lejos de comprender nada.
Y, al mismo tiempo, aceptar que es el proceso de comprensión lo que nos hace avanzar, lo que nos obliga a replantearnos todo una vez más con la esperanza de ver algo distinto en este nuevo intento.
Comienza un verano atípico y nos pilla a todos inmersos en una fase de transición tras muchas semanas metidos en casa.
El confinamiento ha sido un suceso totalmente inesperado que, nos guste o no, no solo nos ha pasado factura en nuestra forma física, sino que ha tenido una importante incidencia a nivel psicológico
Cómo nos ha afectado
Nuestro cuerpo y en especial nuestro cerebro funcionan siguiendo los conocidos procesos homeostáticos: esto no es más que la tendencia innata a buscar situaciones de equilibrio. Por eso tenemos una capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que nos permite sobrevivir ante los cambios.
Lo que sucede es que esta adaptación lleva asociado un coste necesario. Tras la sorpresa y la incertidumbre que produjo la obligación de permanecer en casa, de iniciar el trabajo de forma remota o de estar rodeado de la familia las 24 horas del día, sentimos que nos “acostumbrábamos” al cambio.
Esa adaptación trajo la generación de nuevas rutinas y la aparición, de forma indirecta, de nuevas conductas aprendidas: desde cosas tan sencillas como no olvidarse la mascarilla al salir de casa como desarrollos más complejos asociados con trastornos relacionados con las enfermedades (TOC, TEPT, etc.)
Claves para minimizar su impacto
Pese a que hemos vuelto a una especie de normalidad pre-COVID, nada más lejos de la realidad. Debemos ser conscientes de que todavía no estamos al final de este duro camino combatiendo a la enfermedad y que, además, esta nueva adaptación a la nueva realidad no va a ser directa.
Por eso os propongo algunas ideas que hagan de este aterrizaje en la nueva realidad algo un poco menos forzoso y más llevadero.
Aceptar la nueva normalidad
Un paso previo crucial para llevar a cabo esta adaptación es asumir que esta mal llamada normalidad nueva, no es más que una fase de anormalidad más con las libertades ligeramente extendidas. Seguimos metidos de lleno en un proceso a escala global de lucha contra una enfermedad grave y contagiosa.
Que podamos hacer más cosas que hace dos semanas no significa que podamos recuperar nuestra vida anterior. Las cosas han cambiado y hemos de aceptar ese cambio.
Nuevas rutinas
Al hilo de esa aceptación de la nueva normalidad vendría la creación de nuevas rutinas. De poco sirve empeñarnos en recuperar nuestra vida antes de que estallase la pandemia, pero sí que es importante recuperar la sensación de control que perdimos el mismo día que nos dijeron que no podíamos salir de casa.
Los seres humanos estamos muy acostumbrados a vivir en entornos controlados y cualquier elemento que ponga en riesgo esa situación es un generador puro de ansiedad y malestar.
Una forma de combatir estas emociones es, precisamente, creando nuevas rutinas que nos permitan tener un día a día relativamente predecible.
Es un buen momento para iniciarnos en algún hobby, para empezar algún proyecto, para aprender alguna habilidad y hacerlo de forma periódica nos terminará por transmitir que volvemos a tener el mando de nuestra vida.
Actividad física
Lo de “mens sana in corpore sano” no solo es una buena frase de márketing. También es una necesidad que tenemos que cubrir. Está claro que a este verano ya no llegaremos para lucir abdominales, pero las endorfinas que segregamos tras realizar algún deporte y todavía mejor si es al aire libre, son vitales para mantenernos sanos y alegres durante todo este proceso.
Actividad de ocio
Ligado al deporte, ligado también a esas nuevas rutinas, está en qué vamos a dedicar nuestro tiempo de ocio. Esta nueva normalidad viene con muchas limitaciones y hemos de ser conscientes de ellas. Pero, a pesar de ellas, el tiempo libre es algo fundamental que debemos cuidar. Nueva normalidad implica, en este caso, nueva forma de pasar nuestro tiempo libre. Quizá debamos posponer nuestro viaje a las Islas Fiji y cambiarlo por unos buenos paseos por la sierra de Asturias.
Relaciones personales
Por último, y probablemente más importante, es que debemos seguir potenciando, aún en la distancia en algunos casos, nuestra red social. Es fundamental en contextos como el actual, tan llenos de incertidumbre y de miedos, la red de seguridad que proporciona nuestro entorno: amigos, familiares, parejas… El confinamiento ha supuesto una prueba de estrés para muchos de estos vínculos y es momento de relajar y reconstruir. Cuidar esas relaciones personales es clave para enfrentarnos acompañados a los desafíos que esta pandemia global está trayendo e, irremediablemente, traerá en el futuro a corto plazo.
Llevo años diciendo que no me gustan géneros determinados: no soy un amante apasionado de la ciencia ficción que aborrece hasta la médula cualquier película romántica.
A mí lo que me enamora perdidamente del cine es que sea cual sea la propuesta, sobre el tema que sea, haga que me emocione de alguna manera.
Por eso puedo decirte que Upgrade (2018), te guste o no la ciencia ficción, es una película que te va a hacer pensar y que vas a disfrutar de principio a fin.
Recogiendo un poco el testigo, aunque muy someramente, que dejó Ex Machina, Upgrade es una película futurista de las que muchos califican de Serie B, pero que hace gala de una estupenda producción y un acabado, en líneas generales, impecable.
Plantea premisas muy similares a las que pudimos ver en la obra de Garland, teniendo un desarrollo igual de coherente y obligándote a racionalizar lo que la pantalla te plantea. Ese ejercicio de racionalización es lo que lleva al espectador a considerar como plausible aquello que está viendo.
Y es que una de las características críticas en toda cinta de ciencia ficción que se precie es que el índice de plausibilidad sea elevado. Esto no es más que, tú, como espectador, dejes un margen de credibilidad a lo que la narración te propone. Si ese margen falla, por mucho efecto especial y actuación inolvidable que tenga la película, su argumento se deshace a cada minuto hasta hundirse irremediablemente en un mar contradicciones.
Upgrade es, precisamente, todo lo contrario. Su desarrollo lleva al espectador a aceptar un acuerdo por el que muchas de las cosas que se esbozan, lejos de ser increíbles, las termina considerando probables en los próximos años.
Esa cercanía con la realidad, esa proximidad presente – futuro, es lo que le permite a su director, Leigh Whannell asentar su historia entorno a las ya más que conocidas dudas acerca de la Inteligencia Artificial y la nanotecnología. Dudas que ya a día de hoy los grandes científicos y filósofos tienen sobre la mesa.
Si hay que ponerle peros a esta estupenda propuesta cinematográfica, estos están bastante relacionados con su linealidad argumental y con su aparente previsibilidad. Podría haber más riesgo, como sí lo hubo en Ex Machina, podría haber profundizado algo más en los desafíos éticos que la llegada de la IA planteará a la humanidad.
Por eso se queda un escalón por detrás de la maravilla de Garland.
Pero, pese a eso, sigue siendo una más que interesante forma de disfrutar del buen cine.
Esta cuarentena me he permitido ver la última de las películas de esta especie de “reboot” cinematográfico que Disney quiso inventarse al adquirir la franquicia Star Wars.
Star Wars: The Rise of Skywalker es, probablemente, la película que todo fan advenedizo de la saga estaba esperando y, sin embargo, está cargada de todos los errores que lleva arrastrando desde el Episodio VII.
Estamos ante la trilogía más prescindible de todas, aunque no sea El Ascenso de los Skywalker la peor de sus tres entregas. El problema aquí es la herencia envenenada de un cúmulo de errores de bulto en la narrativa de la saga y la búsqueda desesperada de escenas icónicas como servicio para el fan que quiere salir del cine emocionado.
Lo primero nace de una idea errónea de lo que significa relanzar una saga y lo pudimos padecer en el Episodio VII. Lo segundo, es denominador común a las nuevas tres películas como fórmula para agradar al espectador.
Con todo, no es una mala película del todo. Tiene ritmo, tiene giros menos predecibles y los nuevos personajes ganan algo de entereza ya en su recta final. El problema es que los Finn, Poe o Rey están constantemente buscando definir quiénes son y, ni siquiera cuando todo ha terminado acabas de tener claro cuál era su verdadera motivación.
Hay otros, como Kylo Ren, que fueron siempre a remolque de la sombra de lo que se esperaba de ellos y que ven como su personaje termina por desmigajarse definitivamente entre escenas muy alejadas de la originalidad de la primera trilogía y cientos de expectativas no colmadas.
Quizá sea porque todo recuerdo tiende a ensalzar las virtudes de aquello que recordamos y a suavizar los defectos. Quizá sea porque los que en aquella época eran adolescentes hoy ya son cuarentones. Yo me decanto por el hecho de que el lenguaje cinematográfico ha tenido tiempo más que suficiente de evolucionar y, sin embargo, Star Wars debía haber seguido siendo lo que fueron sus tres capítulos originales: una Space Opera sin muchas pretensiones. Un western en el espacio al que sólo le importó la sorpresa cuando reveló la realidad tras la máscara de Vader. El resto era puro entretenimiento.
El misticismo que se generó a su alrededor no fue cosa de su profundidad de guion, ni de sus enrevesadas historias con múltiples ramificaciones. Fue tan sencillo como darle al público una historia coherente y unos personajes con el carisma suficiente para que terminases enamorado de ellos.
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